Escritor

Ha muerto Gironella como suelen morir aquí los grandes hombres, en el olvido y entre miserias. Pero defendiendo su dignidad en un islote de libros que habían acabado por ser sus únicos amigos y a los que les había montado un pisito contiguo al suyo, como a una amante antigua y consentida. Gente así no son inusuales. Recuerdo la muerte de Grosso, tan patética y lamentable que en sus últimos días ni tan siquiera le alcanzaba el dinero para pagar la medicación que su enfermedad requería. Cómo olvidar el rostro de su esposa explicando al detalle todo su infortunio, todas las humillaciones, toda la soledad que el buen escritor debió tragar porque ya no era un vendedor al por mayor, que la gente se había olvidado de su nombre y hasta los periódicos rechazaban sus artículos. Luego, esos mismos desaprensivos, cuando Grosso murió, le dedicaron todo tipo de elogios, homenajes, palabras hipócritas que no servían ya ni para el consuelo ni para el perdón. Ahora, con Gironella, ocurre otro tanto de lo mismo. Son episodios que van repitiéndose cada cierto tiempo. Un escritor eclosiona como una gran estrella y luego poco a poco su luz se va consumiendo sin que apenas nadie repare en él. Hasta que muere. Porque a un escritor no le basta en España con triunfar una vez, aquí el triunfo nunca es rotundo, hay que triunfar continuamente, hay que ser sublime sin parpadeos, aunque sea haciendo el bobo ante una cámara de televisión. Ya Cela lo sabía de sobra y por eso fabricó un personaje con el que tener a la galería obnubilada y sacarle los cuartos. Como hacen Umbral y Gala y Dragó, creadores magistrales que pasarían desapercibidos ante los ojos del gran público --que es a fin de cuentas al que va dirigido el producto de un escritor que desee vivir de su trabajo-- si se les despojara de esa carátula bufonesca. Quien no tenga vocación de bufón, mejor que se dedique a la banca o a notario, que son los únicos que en este país viven de las letras. Pero lo realmente lamentable es ver cómo un ministro, un presidente de gobierno, o de una comunidad, aunque se les hayan hundido todos los petroleros del mundo o hayan empujado a la bancarrota a su pueblo, tendrán por siempre un sueldo vitalicio y el futuro saneado para él y para sus hijos, no obstante la historia los condene más tarde al olvido o al oprobio. Sin embargo, a gente que ha escrito páginas, partituras, lienzos que engrandecen nuestro patrimonio y nos hacen sentir orgullosos de hablar su misma lengua o haber nacido en su mismo suelo, se les niega hasta el derecho a una vejez digna, un reconocimiento efectivo y real, mas allá de las palabras a pie de féretro.

No es extraño que en estos tiempos ni los cipreses crean en Dios, cuando ya uno ha perdido la fe hasta en los cipreses.