En España nos hemos acostumbrado a hablar mucho de políticos y muy poco de política. Hemos hecho de la confrontación una forma de entretenimiento, un modo de descargar nuestra bilis contra quien piensa y actúa diferente, y hemos dejado a un lado los temas realmente importantes. Es el juego del espectáculo que interesa a los políticos, y lo hemos seguido a rajatabla.

El esperpento visto en Cataluña es un claro ejemplo. En los últimos años los dirigentes catalanes han estado tan ocupados en acariciar la independencia que han desatendido las necesidades básicas del ciudadano. ¿Podría el lector decirme qué piensa Artur Mas de la pensiones? ¿Qué piensa Puigdemont de la ayuda a dependencia? Y Rufián, entre numerito y numerito en el Congreso, ¿qué propuestas ha hecho para mejorar las condiciones de los autónomos?

Si ustedes tienen las respuestas -cosa que dudo-, les felicito. Yo conozco cuál es la postura de estos haraganes hacia el independentismo -todo lo que se puede conocer teniendo en cuenta que ni ellos mismos, recordemos sus muchos bandazos, parecen saberlo-, pero desconozco por completo cuáles son sus planteamientos para que los ciudadanos catalanes vivan mejor.

Lo mismo puede decirse del resto de los gobernantes de este país. Nos hemos centrado en la enésima fisura de Podemos (un partido que es de por sí una fisura dentro de una grieta), en el escrache que sufrió Albiol o en los espíritus que frecuenta la mujer de Puigdemont.

La política de verdad aburre al ciudadano medio. Lo que nos gusta no es la política, sino el circo político que alimenta los memes, representación humorística de nuestra impotencia. La política se ha convertido en un club de la comedia en el que los políticos hacen la gracia o la pirueta de turno… a costa de nuestros bolsillos.

Como público cautivo de la tragicomedia política, no sabemos si reírnos o echarnos a llorar. O quizá ambas cosas.