No voy a entrar en el debate de toros sí, toros no. Me gustaría hablar de personas, de gente que se gana la vida en un ruedo y la pierde. Así de simple, como quien se cae de un andamio o se mata en un circuito corriendo en moto. Hemos asistido estos días al lamentable espectáculo de lo miserable que puede llegar a ser la condición humana: alegrarse y jalear la muerte de alguien porque no estemos de acuerdo con el oficio que desempeña. Siempre odié a los terroristas porque despreciaban la vida, la tiraban por tierra con una pistola en pos de unos supuestos ideales que luego resultaron baldíos. La maldad que ha corrido esta semana por las redes sociales a raíz de la muerte del torero Víctor Barrio debería hacernos reflexionar sobre los límites del respeto a los otros. Insultar al recién fallecido, desear su fin y, más aún, olvidar a unos familiares que sufren, es una forma de humillación que, lo digan los expertos, debería ser tipificada como un delito. Odiar, siempre odiar, nunca ha traído consecuencias más que incrementar las ofensas hacia quienes son víctimas. Me avergüenzo de esos tipos que se lanzan a internet, impunes y enarbolando lo que llaman libertad de expresión, para hundir aún más a un hombre que ha muerto sabiendo el riesgo que corría. No puede valer todo. No puede ser que, con un cadáver en un tanatorio, haya gentuza que se atreva así con esto. Su viuda, en un gesto que ya les gustaría a otros, solo dice que le provoca pena asistir a actitudes así. Hay una nueva forma de llevar el terror a familias, a personas que sufren, con un teclado y en el escondite del ordenador. Me gustaría saber si esos mismos que hoy vejan al muerto en las redes sociales se atreverían a decírselo a la cara a los familiares. Seguro que no. Son tan cobardes como los terroristas de antes.