Vivimos en un mundo en el que los principios han perdido sentido y los valores ya no están sujetos a la ética y a la moral; el paso del tiempo los han transformado. Una relativa felicidad y un acusado sentido de lo material pueden sustituir al pensamiento puro de integridad y honradez. No digo que sea fácil superar la tentación de los placeres (¿quién no sucumbe a ellos?), aunque, como siempre, el término medio es lo mejor. Hay que disfrutar de la felicidad que nos da la vida, pero, al mismo tiempo, tenemos que saber compartirla con los demás. En este sentido, considero que la crisis que sufrimos es consecuencia de la codicia humana. La crisis no tiene un origen económico, sino una causa moral. La sociedad cambia y a veces ofrece aparentes maravillas a muchas personas que se sienten atraídas por lo nuevo y lo fácil. Luego, quienes se enriquecen son otros. Sé que una gran parte de los seres humanos siguen levantándose cada día pensando en lo que será mejor para la mayoría, pero hay hombres y mujeres que se pierden ante la posibilidad de disfrutar de lujos, de poder, del bienestar solo corporal. Así, vamos dejando atrás la felicidad del alma. Tener la vida resuelta es de justicia, pero amasar lo que los débiles necesitan es haber olvidado el sentido de la vida. La sociedad está repartida entre el bien y el mal; uno lucha contra el otro y no hay un ganador claro porque el bien y el mal son conceptos que cada uno interpreta a su manera. Con todo, no debemos perder la esperanza de que, pese a las dificultades y las tentaciones, lo correcto sea lo que triunfe. La esperanza del mundo está en el corazón, en el perdón, en la falta de rencor. No es momento de acusaciones, sino de soluciones. Sigamos ese camino.

Pedro Javier Marín **

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