Una de las ventajas de la infancia es que tienes tiempo para cultivar sueños, aficiones y deseos, algo más complicado para los adultos, tan atareados como estamos en satisfacer la urgencia del prosaico presente. De niño me lancé a aventuras de bajo calado que, si bien no fructificaron, me ayudaron a crecer al compás de mis inquietudes. Quise montar en casa un laboratorio de fotografía, y como no fue posible, alivié mi frustración coleccionando canicas, sellos, monedas antiguas, por no hablar de aquel verano en que me dio por leer las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, que yo conservaba en un atestado cajón como si fueran pepitas de oro… Las colecciones de quiosco, ay, eran una tentación, solo frenada por la escasez de recursos económicos.

Mi ardor coleccionista nunca llegó a nada, pero siempre me ha llamado la atención la figura del coleccionista, sea de plumas estilográficas o bolígrafos, monedas antiguas, coches, minerales o tanques del ejército. En el coleccionista compulsivo que considera de imperiosa necesidad dar con la anhelada pieza para su enésima colección anida siempre el esbozo de una novela o un relato corto. Esa pasión por lo que, visto desde fuera, resulta intrascendente es un resabio de la infancia, cuando creíamos que ciertas cosas, por pequeñas que fueran, podían abrirnos -y así era- una puerta a la felicidad.

Parece ser que los quioscos de revistas tienden a desaparecer con el empuje de la tecnología, siguiendo la estela de las guías y las cabinas telefónicas, las casetes o los walkmans. Es una pena. Todas esas reminiscencias del pasado, que yo conservo en mi retina como nostálgicas estampas en blanco y negro, batallan agónicamente contra el mundo uniformado que habitamos.

En el alma de los coleccionistas de objetos se esconde la inconsciente necesidad de recuperar los destellos de felicidad de nuestra niñez, ese paraíso sin retorno posible.

* Escritor