El juramento o promesa de acatamiento de la Constitución española constituye la expresión formal que deben efectuar quienes asumen un cargo o función pública. Ese acatamiento tiene indudablemente una dimensión ética. La fórmula que se emplee no puede desnaturalizar o vaciar de contenido esa fidelidad a la norma privando de sentido el acatamiento que debe ser inequívoco. Es cierto que el Constitucional estableció que, en un Estado democrático que entroniza como uno de sus valores superiores el pluralismo político, no resulta congruente una interpretación de la obligación de prestar acatamiento a la Constitución que anteponga un formalismo rígido a toda otra consideración, porque de ese modo se violenta la misma, haciendo prevalecer una interpretación integradora frente a una excluyente. Ahora bien, usar coletillas ocurrentes, haciendo alarde de imaginación, o aprovechar esa fórmula para lanzar todo tipo de soflamas políticas, o prometer anteponiendo frases alusivas a variopintas reivindicaciones no contribuye a dignificar el significado institucional del acto, sino que transmite más bien frivolidad e incluso falta de decoro.