La pobreza ha venido para quedarse. Y para reproducirse. Eso es lo que parece que sucede en España, donde en los últimos años más y más compatriotas nuestros caen irremediablemente en ese círculo vicioso de la pobreza, en una pandemia para la que existe vacuna, pero de la que muy pocos parecen preocuparse. Tal ha sido el crecimiento y reproducción de la misma que hasta la palabra del año 2017, «aporofobia», acuñada por Adela Cortina, tiene que ver con este concepto. Y es que, junto a la pobreza, siempre viene aparejado el asco, cuando no el odio y la culpabilidad, hacia el pobre.

Eso es lo que podemos concluir de los últimos trabajos de mis colegas de la Harvard Business School, Serena Hagerty y Kate Barasz, publicados por la National Academy of Sciences of the United States of America. Estas dos investigadoras han llevado a cabo varios estudios sobre cómo juzgamos las decisiones de compra de los pobres y de los ricos, aun cuando los pobres no hayan recibido ayuda pública alguna para esa compra, y los resultados son claros: los pobres no tienen derechos de consumo.

Los participantes en el estudio consideran que una familia de renta baja no debería comprar, por ejemplo, un ordenador o ropa deportiva (estudio 3º), ni siquiera, aunque eso suponga mayores opciones de encontrar mejores empleos, dar una mejor formación a sus hijos o incrementar sus opciones de mejorar su renta. En definitiva, tienes derecho a ser pobre, pero no tienes derechos (al menos derechos de consumo como los que tenemos los demás), porque eres pobre. Porque, ¿qué duda cabe? Navegar por internet en el año 2020, o hacer deporte para estar sano, son un lujo que los pobres no deberían permitirse. Otro ejemplo: si tienes una renta baja, no tienes derecho a vivir en un barrio en el que haya «poco ruido» ni en un barrio «seguro», porque esos barrios deben estar reservados para personas con «mayores rentas». Porque como la mujer del César, los pobres, además de serlo, tienen que aparentarlo y mostrarlo. Pobres de solemnidad. Como Dios manda.

Lo peor del estudio es que, por muy lejano que sea el lugar de realización respecto a España, es del todo aplicable a nuestra sociología actual. No puedo sacar otra conclusión de mis últimos debates en redes sociales, donde la culpa por tener una renta baja cae únicamente en la persona que tiene ese bajo salario (es que no se habrá esforzado lo suficiente, repiten una y otra vez). Pero hay algo más sorprendente aún, y es que las mayores críticas a todo esto provienen de personas jóvenes, sin empleo o con empleos precarios y, supuestamente, bien formados, que esperan poder multiplicar sus ingresos en el futuro aguantando salarios de miseria a día de hoy (tema que da para otros muchos debates). Y todo esto no dejaría de ser debatible o de ser una anécdota de no ser, porque hemos conocido recientemente los resultados del «Proyecto Atlas de Oportunidades», donde la conclusión es clara y concisa: padre pobre, hijo pobre; padre rico, hijo más rico aún. Pero la culpa de ganar menos de varios miles de euros al mes es suya, y nada tienen que ver sus orígenes, sus capacidades, su mala suerte cuando emprendieron varios negocios, ni sus redes de contacto. Culpable. Ese es el veredicto. Y como culpables que son, les retiramos los derechos en el ámbito del consumo.

Por eso, cuando algunos criticamos ferozmente que se les diera a los niños de rentas bajas en la Comunidad de Madrid menús escolares de comida basura a diario durante el confinamiento, algunos nos decían algo así como que «bastante es ya que les demos de comer a esos niños, como para que encima puedan elegir el menú». ¿Les habrían dado estos mismos a sus hijos durante el confinamiento comida basura todos los días? Estoy seguro de que no, pero sus hijos no son culpables de ser pobres. Pues eso. Que se coman la pizza, y que se callen, esa es su condena.

*Economista, profesor de la Uex.