Siempre he entendido la comunicación como una necesidad vital. Por eso me gusta ir con frecuencia a bares en los que, aunque vaya acompañado por amigos, suele ocurrir que nunca te vas de vacío en lo que a caras y nombres nuevos se refiere. Por eso a menudo me sorprende ver a gente caminando hablando sola o por el auricular del móvil, a las señoras que compran en la pescadería comentando por qué ya los días son tan largos o, sencillamente, a mí mismo acudiendo a darle conversación a la quiosquera de la plaza para mitigar así el aburrimiento de su cara con la llegada de la canícula.

Demostraciones de lo vital que es la comunicación para seguir vivos hay tantas que daría para escribir mil artículos: las exhibiciones de sinceridad en el Facebook, la lata que damos cuando llegan las fechas señaladas en el calendario y, claro sí, el efecto mágico que provocan los gintonics en nuestra ganas de socializarnos. Acudir al espectáculo de ese grupo de sábado por la tarde arreglando el mundo en medio de la refriega del alcohol es tanto o más edificante que jalear en un concierto a tu artista favorito o gritar los goles de tu equipo del alma. Podría parecer una locura que nos atreviéramos a estar callados durante un día entero, pero más aún que quisiéramos decirle al mundo que somos capaces de vivir sin el móvil. Hace unos días me propuse guardar el celular en un cajón para olvidarlo al menos durante un domingo.

No aguanté. Les reconozco mi patología, considerada dañina para los expertos aunque fundamental para mí. La necesidad de estar conectado, tan vital como las ganas de comer. Lo que pasa es que, cada vez que escribo acerca de esto, más ganas tengo de seguir hablando. Soy humano y pensador pero, sobre todo, comunicador.