En ocasiones, resulta sorprendente comprobar hasta dónde puede llegar el amor a pesar de las dificultades vitales que encontramos en el camino. A mi amigo le costaba pasar el trance mientras hablábamos al final de esa comida en la que se sinceró. Su chica se había marchado lejos, muy lejos, a miles de kilómetros de distancia porque en España le faltaban oportunidades para crecer profesionalmente.

El ya había cruzado el mar para ir a verla y la esperaba pronto para unas vacaciones que sirvieran de alivio a tanto tiempo lejos, no separados porque el Whatsapp mantenía con buena salud esa relación que, quién sabe, dependía más que nunca del futuro laboral. Esta historia, tan real y tan repetida en estos tiempos, también demuestra que las corazones se ponen a prueba cuando las circunstancias obligan y hay que hacer la maleta. "No sé si volverá algún día. Egoístamente me gustaría, pero no lo tengo claro por mucho que nos queramos", me contaba mi amigo mientras daba las claves de su intuición: "Si tiene trabajo allí, ¿cómo se va a venir aquí?", me repetía.

Y esa verdad, hecha realidad en los últimos meses, le convencía de que la respuesta sería, tarde o temprano, negativa. Hubiera sido peor negarlo, engañarse pensando que, al menos de momento, las posibilidades de volver eran ciertas. Para mi amigo pronto llegará el verano. Un oasis en el desierto del tiempo reciente, durmiendo poco para llegar a tiempo a esa llamada, ese soplo de aire fresco mientras ella sigue lejos, pero en su corazón. Pasará el calor y el otoño regresará para quedarse. Ella ya estará, quizá, en un nuevo destino. No se habrá quedado porque la vida manda. Y él seguirá esperándola. A lo mejor por todo el tiempo del mundo aunque un mar les separe.