Después de toda una vida con reúma, a mi santa abuela la hospitalizaron con urgencia cierto día en que el dolor, a saber por qué, desapareció de repente. El sufrimiento era para la abuela como su segunda piel, y cuando los dolores se esfumaron su afligida existencia se fue con ellos.

Hay personas que no saben apañárselas sin la enfermedad. La hemodiálisis, la quimioterapia y los corticoides son diablos con cuernos, pero al mismo tiempo se encargan de recordarnos que no estamos muertos. Lo difícil --lo diré ya-- no es vivir en la enfermedad sino en la salud, porque la primera nos obliga a la aventura del combate, mientras que la segunda nos hace bajar la guardia y nos roba el enemigo que todo persona decente necesita para ser feliz.

Muchos no estarán de acuerdo conmigo, porque hasta las palabras más sabias --y las mías lo son-- tienen detractores. No estarán de acuerdo, por ejemplo, esa legión de españoles indignados que pide a gritos una reforma estructural que libere a este país de la corrupción imperante. Pero nos guste o no, el virus de la corrupción es seña de nuestra identidad, tanto como los jamones, los toros o las porras en el café. Si nos hurtaran ese luminoso faro que constituyen los Bárcenas , Urdangarin o los Correa de turno, acabaríamos arrastrados en plena noche contra los acantilados de la complacencia, como le ocurrió a aquel crucero de placer, el Costa Concordia, que comandaba el infortunado capitán Schettino .

Un país tan díscolo y desunido como este necesita un reúma constante contra el que luchar todos a una. Debemos evitar que nos mate, como a la pobre abuela, un brote de salud.