La guerra y la violencia debieron comenzar cuando los primeros pobladores humanos de la tierra dejaron de ser pobres y obtuvieron algo, algo de agricultura, algo de ganadería, algo de metal o algunas piedras pulidas. Algo por lo que matar y morir.

De modo que no es probable que ni la violencia ni la guerra cesen nunca jamás.

Los crímenes caseros son particularmente repugnantes, millones de años después de aquel lejano principio. Estas violentas guerras se esconden tras una puerta, siempre. Hay infinidad de puertas que se cerraron un día, para proteger un deseo, un amor, un capricho, una pasión o unos intereses personales y familiares y que devengan con el uso, bueno, malo o normal, en procelosos pasos hacia la destrucción. Cuando aquella o aquellas infinitas puertas vuelven a echar el cerrojo, ya no es por nada especial. Es por al rutina y por el qué dirán.

Pero se suele acabar sabiendo y también contemplando los charcos de sangre, las armas blancas, el fuego, el veneno, las escopetas de las docenas de crímenes caseros de cada año. Que suelen ser más que los goles de Cristiano Ronaldo en varias temporadas, por ejemplo.

El término medio es el virtuoso de la tragedia: educación sentimental adecuada y realista, percepción de los cambios sociales, leyes que sean justas y rápidas para proteger lo que ya no interesa unir en las dos partes, respeto a la vida de la mujer por encima de una desigualdad genérica casi atávica, y el horror, el espanto de escoger como única salida la puñalada o el tiro, ese gesto semanal patético, vulgar, cruel, inútil, generalmente masculino, singular y plural.

María Francisca Ruano **

Cáceres