No sé si quienes pronosticaban que saldríamos mejores personas tras la pandemia conocerán esta noticia: el abandono de perros ha aumentado un 25% desde el inicio de la desescalada. Esto demuestra lo que muchos barruntábamos: que algunos comprarían un perro para tener excusa de salir a la calle durante el confinamiento. Aun así, sorprende que tantas personas se hayan desprendido de ese amigo de cuatro patas que les hizo más amable la reclusión forzosa.

Por raro que parezca, el pensamiento de que es legítimo deshacerte de un perro es más común de lo que creemos.

Contaré una pequeña anécdota. El día después de los atentados del 11S, me compré un piso en Cáceres. Me gustó la vivienda, el barrio, los vecinos, la tranquilidad de la zona... Lo único que me disgustaba eran los ladridos intermitentes del perro que vivía en el patio de una casa baja que hacía esquina con mi edificio. Después de hablar con la dueña, conseguí que lo encerrara en casa por la noche, pero, durante el resto del día, el perro siguió ladrando.

Pues bien, algunas personas a las que les conté mi problema, gente de bien, me invitaron a que dejara caer desde mi ventana una morcilla envenenada. «Dejar caer», «ventana», «morcilla envenenada»... La imagen era terrible. Pero recordemos el refrán, «Muerto el perro, se acabó la rabia», y en este caso, nunca mejor dicho. Yo me pregunté entonces cuánto valía la vida de un perro, y llegué a la conclusión de que a veces no vale nada.

En ningún momento sopesé consumar el asesinato. Preferí escuchar durante años los ladridos del perro, que murió de muerte natural, en santa paz (a costa de la mía).

Sé que Betty, tumbada a mis pies mientras escribo estas líneas, daría su vida por salvar la mía. Es decir, la vida de un perro vale lo que queramos pagar por ella. Abandonar, maltratar o incluso matar a un perro (por conveniencia) son síntomas de una sociedad decadente.

*Escritor.