Estaba yo en la calma que precede a la próxima tormenta electoral cuando empezó a dolerme el pie izquierdo. Aunque pudiera parecer otra cosa, a mí me duelen ambos pies, el derecho y el izquierdo, más o menos por igual. No llevo contabilidades exactas del asunto pero, a ojo de buen cubero, calculo que bien pudiera ser cierto lo que digo. La gota es insidiosa. Alevosa e ingrata. Engaña. Viene sin avisar y se va solo a palos. A palos de píldoras. Azules, por cierto. Tomo más píldoras azules que rojas,... eso no puedo negarlo. Pócimas venenosas ambas. Las azules y las rojas.

Así que estaba yo, pensando en que --tras alcanzar el éxtasis el pasado 28 de abril-- convendría fumar un cigarro, cuando se me incendió el pie izquierdo. La gota se viene a dormir conmigo cuando le cuadra. Se agarra a mí como si en la calle hiciera frío. Me aprieta y me roba el resuello. Me va doliendo, hasta que me duele el corazón. No sé si este último dolor pudiera ser síntoma de alguna otra patología, pero tampoco me importa. La gota agota. Te agota. Te visita cada vez con mayor frecuencia. Te va domando. Te vas resignando. Y al final, cuando con los años la enfermedad, toda enfermedad, se te empadrona dentro, te va pareciendo razonable convertirte en polvo. Tengo un amigo con cáncer. Otro con ELA. Otro en diálisis. En diálisis, dos. Algún otro ya felizmente sano (después de morirse, claro está). Y algún otro, rara avis que anda feliz como una lirondriz después de que le instalaran un riñón de segunda mano. La enfermedad es una vulgar castaña se mire como se mire. Y por donde se mire.

En general creo que vamos a más enfermedad. Cuando yo era joven nadie hablaba de alergias a nada, y menos de alergias a la hora de comer. La especie está, poco a poco, camino de la desaparición por envenenamiento. Hasta el esperma está desmejorando. Un poco de química en la comida que comemos, otro poco en el aire que respiramos, otro poco más en la ropa que vestimos y, al final, todos emponzoñados (y destartalados). Digo esto sin maldad. Que yo muera, aunque a mí pudiera parecerme ciertamente relevante, debe ser cosa bastante menuda en comparación con la desaparición de la especie. La nuestra y las otras. He leído (¡tengo que dejar de leer!) que están a punto de desaparecer un millón de especies de las que habitan el planeta Tierra. Repito, un millón. ¡Ya hay menos rinocerontes en el mundo que amalienses en Santa Amalia!

Vivimos demasiado. Perdonen que les mate. Ayer leía la esquela de una mujer centenaria. Mi padre también sería centenario por estas fechas, pero la Divina Providencia le ahorró padecimientos. Antes me asustaba ser viejo. Ahora me asusta vivir demasiado. Y no lo digo solo, ni principalmente, por la avería en las cuentas de la sanidad pública y en el erario público, lo digo, más bien, porque con los años llega el deterioro físico. Y mental. Y se te desploman las paredes del pensamiento. Y los amigos, impertinentes, no esperan… ¡Malditos amigos que no esperan ni siquiera a que uno se muera antes que ellos!

Son las cuatro de la mañana y no puedo dormir. No encuentro la manera de colocar el pie donde no me duela. Si se deshielan los polos subirán las aguas de los mares y desaparecerá mi casa. Y Casa Bigote, que es aún peor. ¿Qué será de los langostinos? Los langostinos son las cucarachas del mar. Pero en Casa Bigote están de bigote. ¿Se extinguirán? Tengo oído que los langostinos son malos para la gota… Casi las cinco y me sigue doliendo vivir. ¡Ay si pudiera levantarme y siquiera orinar!

¡Ay… de aquí a nada otra vez elecciones! Debiéramos tener un voto por año vivido y otro por cada año de hijo a cargo. Otra vez, elecciones,… ¡y yo qué viejo!