El misterio del cuento, novela, serial o folletín sigue dando trabajo a los filósofos. Nada nuevo. Desde Aristóteles mareamos el asunto, aunque él hablara del drama. A pesar de la abismal diferencia entre su sociedad y la nuestra, la afición ya le parecía chocante. ¿Por qué nos gustan las historias? ¿Por qué nos sumergimos en relatos absurdos hasta olvidarlo todo? Quizá en tiempos de Aristóteles pudiera ser un mero recreo señorial, pero en sociedades agobiadas por la guerra, el hambre, el trabajo o la represión política, las historias tienen igual éxito. No, no es cosa de divertirse, es una necesidad más honda. Los filósofos cognitivos, híbridos de neurólogo, biólogo y sociólogo, tratan de dar una justificación a fenómenos tan pasmosos como la trilogía de Larsson . A veces las explicaciones son someras y decepcionan. Por ejemplo, lo definen como un instrumento de ayuda para la supervivencia y la reproducción. Las novelas, las fábulas, nos harían resistentes y nos enseñarían técnicas para superar accidentes que afectan a nuestro equilibrio o a nuestra sexualidad. Es la posición del evolucionista Brian Boyd en su reciente On the origin of stories . Otros lo consideran parte de la relación ontológica del humano con el juego y lo comparan con las burbujas de fantasía que los delfines expulsan sin función ninguna, por capricho. Lo que iguala literatura, macramé y bailar la jota. Es más tentadora la opción de Boyd. ¿Un acceso al mundo de la dificultad, vencida por el ingenio? El joven Harry Potter se enfrenta al universo de los ogros, los unicornios, los demonios y los brujos, con la estimable arma de la tecnología. Porque la varita mágica y los conjuros no son sino disfraces del ordenador, el móvil y otros aparatos que actúan a distancia, con ellos el niño puede controlar el agobiante mundo que le rodea, o así se lo parece durante un rato.

Madame Bovary sería un manual de instrucciones para adúlteras: si eres tonta te saldrá mal, aprende a ser lista. A lo mejor Kafka nos enseña a sobrevivir a Renfe y la Telefónica.