Érase una vez, hace ya muchísimos años, en un país lejano, vivía un hombre pobre y bueno que gustaba de jugar a la lotería, para ver si podía ganar un montón de maravedís y así cambiaba su suerte. Nuestro protagonista jugaba siempre el mismo número. Exactamente el 88.628. Cada año, con toda la ilusión que podía, jugaba y jugaba, pero su número nunca resultaba ser el agraciado. Y así llegó el fin de sus días, siempre maldiciendo la mala suerte que tenía.

Y llegaron los loteros a casa de su hijo y le dijeron:»Querido señor, su padre, que en paz descanse, ha estado durante toda su larga vida, abonado a este número de la lotería del reino, y hemos pensado que, aunque ya, desgraciadamente, él no se encuentra entre nosotros, usted deseará seguir estando abonado a su mismo número». Y el hijo les contestó: «Agradezco de veras vuestro interés, y por el respeto que en vida guardé a mi santo padre, les digo que yo seguiré abonado al número 88.628».

Y desde ese mismo instante, cada año, con la misma ilusión que lo hiciera su padre, el hijo jugó y jugó durante toda su vida, pero su número, que también fue el de su padre, nunca resultaba ser el agraciado. Y así llegó el fin de sus días, siempre maldiciendo, igual que su padre, la mala suerte que tenía…

Y llegaron los loteros a casa de su hijo, que era el nieto de nuestro hombre pobre y bueno, y le dijeron: «Querido señor, su abuelo, que en gloria esté, y luego su padre, que en paz descanse, han sido fieles abonados, durante toda su vida, al número 88.628, de la lotería del reino, y hemos pensado que, aunque ya, desgraciadamente no estén entre nosotros, usted deseará seguir estando abonado a este mismo número».

Y el nieto, que era tan pobre y tan bueno como su padre, y como también lo fue su abuelo, les dijo: «Agradezco, de veras, su interés, pero, con todo respeto, voy a pedirles que saquen sus posaderas de mi casa y no vuelvan más por aquí». Incluso, aunque era un hombre muy bueno, se atrevió a espetarles: «¡¡No me interesa esta puta lotería!! ¡¡Y váyanse ustedes a tomar por culo!!». Eso sí, se lo dijo con el mayor respeto del mundo, intentando no herir la sensibilidad de nadie.

Y así, casi atónitos, abandonaron los loteros del reino la casa del nieto, que era tan pobre y tan bueno como lo fueran su padre y su abuelo.

Y llegó el 22 de diciembre, que, aunque nuestra historia se remonta a miles de años, esta lotería ya entonces se venía llamando «de Navidad», y se celebraba cada año, el 22 de diciembre. La única diferencia es que, en lugar de cantarla los niños de San Ildefonso, la cantaban los niños de San Leovigildo y Recaredo, y el premio gordo era de 2 millones de maravedís de oro, una cantidad que casi nadie podía imaginarse con la imaginación de aquella época.

Nobles y plebeyos, mezclados con el Clero, se congregaban en la plaza, ornamentada con guirnaldas, pendones y estandartes, para escuchar el canto de los niños de San Leovigildo y Recaredo. De repente, todos quedaron suspendidos en un completo silencio. Allí, en la cara de los niños cantores, se notaba, se palpaba, se sabía que había salido la bola del gordo. ¡Y no lo vais a creer!

Cuando el niño que cantaba el número comenzó a decir una por una las cifras del premio más increíble que un pobre y hombre bueno pudiera imaginar…, en ese mismo instante, un miembro del Clero con sotana roja, que no parecía ser pobre, ni tampoco bueno, rozó con su sombrero rojo uno de los pendones que adornaban la plaza, por el impresionante brinco que dio al oír el número del gordo.

Y se produjo tal revuelo, que este humilde contador de cuentos no recuerda con exactitud el número que resultó agraciado con el gordo. Creo recordar que fue un seis o siete mil y pico… Lo que sí puedo asegurar es que, aquel año, tampoco salió el 88.628, aquel número que rechazó el nieto, que era un hombre pobre y bueno, como también lo fueron su padre y, antes que ellos, su abuelo.

* Ex director del IES Ágora de Cáceres.