Una de las cosas que los spin-doctors no sabían es que lo peor que les podría pasar a sus relatos es que se hablase de ellos. En España —que, a veces se nos olvida, es una democracia extraordinariamente joven—, hasta hace muy poco no sabíamos ni que había consejeros áulicos, como para conocer sus nombres y aún menos sus cuentos.

Ellos mismos han roto su valioso misterio. Casi todos han perdido el celo que tenían sus predecesores al exigir anonimato en las maquinarias políticas, muchos han permitido ser entrevistados como si de personajes célebres se tratara y algunos incluso se han convertido en tertulianos. La avaricia, el ego, o ambas cosas, les han perdido.

¿Por qué es lo peor que les podría haber pasado? Es sencillo de entender. El relato funciona cuando no se sabe que hay relato. Por eso, incluso en el ámbito de las ficciones a las que entramos para entretenernos, sabiendo que son ficciones, es necesario que nos creamos lo que sabemos mentira. El poeta Samuel Taylor Coleridge, en 1817, lo llamó «suspensión momentánea de la incredulidad». Es muy evidente su funcionamiento en artes como el cine, con procedimientos técnicos de emulación de la realidad, con una sala a oscuras para que se concentre la atención o con su disfrute colectivo, que facilita por imitación (aquí opera la psicología de masas) la credulidad del relato en pantalla. Por eso no es igual verlo en casa.

Uno de los elementos clave para sostener la credibilidad de los relatos es lo que hoy llamamos «cuarta pared», y de la que ya hablaba conceptualmente Diderot en el siglo XVIII. Se trata de que los espectadores estén a un lado y los constructores de la ficción estén del otro, con un muro invisible e infranqueable entre ellos. En el universo audiovisual ese muro es la propia cámara/pantalla, y de ahí su actual denominación: vemos las tres paredes del escenario, pero no lo que para los intérpretes es la cuarta pared y para el espectador una especie de falso espejo a través del que ve lo que ocurre dentro de ese espacio imaginariamente cerrado.

Todo esto aplicado a la política tiene serias complicaciones. La primera y más importante es que el espectador del relato político no cree estar viviendo una ficción, sino la realidad o, como mínimo, una parte de la realidad. Eso hace que no exista predisposición a suspender la incredulidad, sino todo lo contrario: la ciudadanía se enfrenta al discurso político —se enfrentaba, siendo más precisos— plenamente dispuesta a creer lo que le cuenten y, por tanto, no activa los mismos mecanismos que cuando lee una novela o ve una película.

La segunda complicación es producto de la primera, y es que cuando esperas verdad y recibes mentira, se produce una «violación psicológica» de efectos devastadores en la relación entre ambas partes. En el cine nos podemos sentir incómodos porque un personaje mire a la cámara, rompiendo la cuarta pared y recordándonos que estamos ante una ficción, pero en política el descubrimiento del engaño no produce incomodidad sino humillación.

La tercera complicación es que los autores de los relatos en política no son las personas a las que votamos, es decir, en quienes depositamos nuestra confianza. Son terceros a sueldo que asesoran a un partido de derechas igual que a uno de izquierdas, y cuando el ciudadano/espectador descubre que además de ser engañado lo está siendo por un actor que no estaba en el guión, el desconcierto y la indignación son aún mayores.

¿Qué han hecho los grandes gurús de la asesoría política exponiéndose ante las cámaras y explicando a todo el mundo sus «brillantes» estrategias de construcción de relatos? Romper la cuarta pared. Descubrir el truco. Suspender la credibilidad. Darle a la ciudadanía la certeza de la mentira. A partir de ese momento —que ya ha sucedido y no tiene vuelta atrás— la atención pública ha pasado del discurso político al relato. Así, ya no hay «relato del discurso», sino «relato del relato». El metarelato. Hemos pasado de que nos construyan una narración política a que nos cuenten cómo nos cuentan cuentos.

No creo equivocarme mucho al afirmar que la ciudadanía busca en dirección opuesta y que a su anhelo de verdad se está respondiendo mostrando cómo se mete el conejo en la chistera antes de sacarlo, es decir, sustituyendo la ilusión por ilusionismo cutre.

* Licenciado en Ciencias de la Información