Cumplo años este mes, en una fecha que odiaba de pequeña porque me impedía celebrarlo con los compañeros de colegio, y que ahora me parece perfecta para reunir a las personas queridas al aire libre, sin prisas por volver a casa y con la noche entera por delante. Suena bien, aunque en la práctica no quemamos la noche, sino que es ella la que nos quema a nosotros, y regresamos a una hora prudencial, sabiendo ya que los amaneceres no perdonan. Hubo otras noches, sí, y otros soles que nos sorprendían aún con la risa pendiente de los labios, a esa hora mágica en que se está más allá de la esperanza pero también de la derrota, y solo queda el recurso de tomarse un café con churros y pasear al compás de las calles recién regadas. Por ahora (no sé dentro de una o dos décadas, que ojalá lleguen) me sigue encantando cumplir años. Me gustan las felicitaciones, que personas que fueron importantes en mi vida y luego anduvieron otros caminos se acuerden de mí, por más que sepa que es Facebook, por ejemplo, quien se lo recuerda ahora. Me emociona reunirme con la familia, con los amigos, el gesto infantil de cortar una tarta y soplar velas. Me encantan los regalos, aunque me gusta mucho más elegirlos para otras personas, reírme, recordar anécdotas, sumar doce meses más a una lista que a veces provoca vértigo. Son muchos ya, pero sobre todo son muchas cosas vividas, muchas ganadas y unas cuantas perdidas que siguen doliendo a pesar de todo. Las heridas se cierran pero duelen, y en cada arruga se cuenta una historia que suele venir a la memoria en el momento más inoportuno. Miro hacia atrás y lamento el tiempo perdido en tratar de convertirme en alguien distinto a lo que soy ahora, en pensar en los defectos, en no ser capaz de verme con el esplendor que ahora sí reconozco en las fotos que me parecían horribles. Estos días del confinamiento han circulado en los móviles fotos de cuando éramos jóvenes. Qué guapos éramos, qué llenos de vida, qué de complejos absurdos podríamos haber evitado. Y sobre todo, qué maravilla que a pesar del tiempo, aún nos arranque una sonrisa ese gesto que adivinamos en una polaroid que alguien guardó como un tesoro. Por eso me encanta cumplir años. Aspiro a ser una anciana feliz, cargada de cajas y recuerdos, de nietos, gominolas y tabletas de chocolate que compartiré con ellos a escondidas. Si todo sale bien, voy por buen camino. Acumulo cajas, los recuerdos están a buen recaudo y sigo creyendo que la noche puede quemarse siempre que haya risas y buenas compañías, aunque los párpados pesen, las articulaciones duelan y las cenicientas arrastren sus zapatos a las doce, sin pensar en príncipes, solo en descansar después de un baile que no tiene por qué ser el último.

*Profesora y escritora.