Conocí a José Antonio Fuentes, que fue vicario general de la Diócesis de Coria-Cáceres y triste noticia de ayer por la mañana a raíz de su muerte ayer. La última vez le vi caminando por la calle San Pedro, ayudándose de un bastón y con la mirada temblorosa debido a la enfermedad. Por mis obligaciones profesionales tuve que informar de su actividad en numerosas ocasiones y guardo el recuerdo de un cura educado y serio, con ese halo a jerarquía eclesiástica que tan fácil es de criticar. Ayer, al enterarme de su muerte ojeando Facebook, asistí sorprendido a la catarata de reacciones que ésta había provocado. Algunas, reconozco, me dejaron estupefacto porque, cuando alguien muere, no hay más protagonista en esa historia que la persona que se marcha y el dolor de su familia. Cuántas facturas se cobran en las redes sociales o ¿asociales? Lamentablemente, hace ya tiempo que existe una nueva forma de decirse las cosas a la cara de otra manera, seguro que más cobarde. Recuerdo, nítida, esa imagen de Fuentes hace unos meses en su paseo hacia alguna parte, quizá hacia la Concatedral de Santa María de la que fue deán muchos años. Resulta difícil enjuiciar las actitudes y las soluciones que dieron otros a los demás cuando ya no están, cuando el reloj ya se les paró, sin mirarnos primero a nosotros mismos. Estoy convencido de que los alzacuellos provocan repulsión en una parte de esta sociedad, pero les invito a separar la Iglesia de verdad de esa otra que confundimos con la imperfección de los seres humanos. Fuentes fue, a mi parecer, un buen hombre que luchó por la Iglesia en la que creía. Cumplió el mandato de Dios como quien integra una empresa: facilitando que funcionara como parte de su organigrama y ayudando a sus fieles. Y solo por eso merece todo mi respeto. No hay que ser amigo de los otros para aceptar que no son de tu mundo. En eso, si me permiten, creo que consiste la convivencia.