Nadia Calviño, ministra de Economía, comparecía esta semana en el Congreso en la comisión del ramo para desgranar la política económica del «autoprorrogado» gobierno de Pedro Sánchez. Por mucho que intenten (sobre todo, Iván Redondo) dotar a este gobierno de una trascendencia más allá de las circunstancias, la sensación de provisionalidad (hasta las elecciones) y precariedad (con 84 escaños debes pactar absolutamente cualquier iniciativa de un mínimo calado) persisten en la mente de todos.

De Calviño, profesional reconocida y con larga experiencia en los organismos comunitarios, no se esperaban grandes novedades, y cierto es que no las hubo. Entrenada en la disciplina fiscal de Bruselas y consciente de la necesidad del país de mantener una credibilidad en los mercados, sabe que el margen es escaso y que la economía española lanza señales de riesgo a corto plazo. Pero, claro, una vez te sientas cada viernes en el Consejo de Ministros, debes asumir qué política vas a hacer. Y en este gabinete, al menos hasta ahora, la política está marcado por las (fotos de) manos de Pedro Sánchez. Es decir, imagen, venta. Compromiso instragramero.

Antes que nada, había que ocupar el escenario y declamar desde las tablas que nuestra economía va bien, pero se avecina una leve moderación. Efectivamente, las previsiones de crecimiento para este ejercicio ya se sitúan en 2,7% pero para 2019 son del 2,4%, inferiores al pronóstico del anterior gobierno. Sonaba a un justificado «nosotros no hemos sido, que no hemos tocado nada». Cierto es que (aún) no lo han hecho.

Había que empezar a marcar distancias con los populares, porque hubiera sonado extraño que no asomara ni un ligero matiz de crítica. Por supuesto, hubo: el modelo empieza a dar síntomas de agotamiento. Ya saben: mencionar la herencia sin ser tan explícitos, que al fin y al cabo la recuperación es un hecho. Gran parte de este crecimiento «popular» se ha basado en una reducción del déficit, que sin embargo no corrige la tendencia alcista en nuestra deuda. Liberado un problema, pero no otro: España tiene una dependencia tremenda de financiación externa.

Otra variable expuesta por la ministra ha sido que la recuperación no ha supuesto un ajuste al alza de los salarios y una mejora significativa en el empleo. «Nos encontramos, más o menos, en la misma situación del ciclo que en 1999». Y ahí se desató la indignación ministerial, al afirmar que España, desde 2008, mantiene un «inaceptable» nivel de desempleo, mucho más elevado que la media europea. «No sólo en el número de puestos de trabajo, sino también en la calidad». Calviño puso el foco en que España debe recuperar el tiempo y paliar esta «década pérdida».

¿Soluciones? Porque aquí venimos a que se resuelvan problemas, o por lo menos eso ponía en la invitación (su voto). Por supuesto, las hay. Y, también con el supuesto de nuevo, probablemente les suenen. Se trata de conjugar la estabilidad presupuestaria con una política social y medioambiental, que, cito textualmente, «garantice que nadie se quede atrás».

Ocurre que cuando uno es parte de un gabinete de gobierno, tiene compañeros en el equipo. Y ya puedes ser tú el mediocentro generoso que corre tapando todos los huecos o el lateral entregado que sube la banda, desfondado, para pegar un centro y que el delantero estrella no haga ni amago de saltar. Voluntarioso, pero poco efectivo.

Y el delantero no está por la labor. Pedro Sánchez sabe (o le dicen) que la gobernabilidad de su mandato es escasa y depende de negociar cada paso en un terreno minado. Así que ha decidido convertir el camino a 2020 en otra cosa: la campaña electoral más larga y cara que va a vivir el votante español.

Calviño puede tranquilizar con llamadas a la estabilidad y cumplimiento del déficit. Pero sus compañeros de gabinete hablan de la instauración de partidas de gasto social (eliminación del copago) o estructurales (nacionalización de autopistas) que supondrían más de 8.000 millones anuales más de gasto público.

La apuesta por el «crecimiento» es a través del dinero público, no persiguen otra forma. ¿Por qué? Dos razones: permiten mayor capacidad de control político y se «financian» con cargo a nuevas figuras impositivas «contra las grandes empresas». Como si no repercutiera en el empleo o en los costes del consumo. Más gasto, más presión fiscal para todos. Esta música es vieja.