TLta demagogia existe. Los que saben de definiciones dicen que es una degeneración de la democracia consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder. Es una práctica bastante transversal de derecha a izquierda aunque, para qué lo vamos a negar, hay algunos que se especializan más que otros, que parece que visitan las tabernas antes de adoptar una postura o fijar un punto de vista. En la historia reciente hemos padecido a demagogos a cuenta de los inmigrantes y su presunta tendencia a delinquir, o a furibundos amigos de modificar los códigos penales al calor de algún crimen de especial repugnancia. Nada nuevo bajo el sol: el populismo demagógico está al alza en Grecia o en Italia y por aquí parece que se tiñe de rosa de vez en cuando.

Pero la demagogia también se ha convertido en la excusa perfecta con la que acallar las preguntas incómodas y desacreditar a quien está cargado de razones: si en el fragor de un debate a alguien se le ocurre comparar los 400 euros del subsidio de desempleo con los 270.000 euros al año que cobraba algún político al inicio de la crisis, es entonces cuando le engolan la voz y zanjan la discusión con un "no me sea usted demagogo". Y se le queda a uno cara de tonto, como cuando en nuestra infancia el listillo que se veía acorralado en el juego gritaba "no se vale" y parábamos el tiempo. Distinguir lo que es demagogia y lo que no lo es va a resultar una tarea difícil en los próximos tiempos, pero que no les engañen: llamar a algunos ladrones no es demagogia, es pura descripción.