El descubrimiento del espionaje masivo a través de las redes practicado por varios gobiernos despertó la necesidad de mejorar la privacidad entre los usuarios de internet. Forma parte ya del acervo virtual el difícil equilibrio entre el precio pagado en términos de la privacidad en el uso de la red y la cascada de libertad de expresión que comporta. Por ejemplo, a la red Tor, que permite una navegación segura de rastreo o de intervención externa, le deben la primavera árabe o la revuelta opositora de Irán, en el 2009, la posibilidad de publicar la información que estaba asfixiada por los correspondientes regímenes.

Pero es una realidad que en la legítima ocultación del usuario y el recurso a las herramientas que así lo posibilitan, siendo como es totalmente legal, también se amparan las conductas delictivas. Pero, de ninguna manera, estos procederes ilegales deben ser utilizados por los gobiernos o las instituciones como excusas para privar a los internautas de su derecho a la intimidad. La frontera se encuentra de forma exclusiva en la legalidad, aunque en bastantes ocasiones también en la ética y el respeto a los derechos ciudadanos. Más allá se pisa la frontera del intrusismo. Las fuerzas de seguridad ponen acertadamente a punto a especialistas del ciberespacio, donde se entablan las batallas de este siglo, como la protagonizada por Anonymous para desbaratar Freedom Hosting, que albergaba pornografía infantil. Batallas que no nos pueden ser ajenas.