Nadar, nadar y nadar para morir en la orilla. Eso fue lo que le ocurrió ayer, en Abu Dabi, no a Fernando Alonso, que representaba al deporte español en su año más triunfal, en su año soñado, sino a Ferrari, la escudería por antonomasia que, tras conseguir 16 títulos mundiales de constructores (el segundo que más tiene es Williams, con 9), tiró por la borda el cetro de pilotos del 2010 por una pésima estrategia en el muro. Ganando Sebastian Vettel (Red Bull), como así ocurrió, tendría que haber sido bastante sencillo para la firma italiana colocar al bicampeón español en cuarta posición. Es evidente que, en el año más disputado de la historia de la F-1, conseguir, como logró Ferrari y Alonso, llegar líderes y con posibilidades de conquistar el título de pilotos (el de constructores ya era de Red Bull), sin tener el mejor coche es ya suficiente éxito, pero, teniéndolo tan cerca y tan fácil, resulta decepcionante perderlo por un error de estrategia, algo insólito en un deporte en el que lo más importante debería ser ganar por ser el más rápido, el más hábil, el más audaz, el más atrevido, y no el más listo, el más vivo, el más pillo en el muro, en la táctica.

Como ocurre en casi todos los grandes premios, incluidos los 18 precedentes, la F-1 ya no es un deporte en el que gane el más rápido o el que tenga al mejor piloto, sino el que consigue la primera posición el sábado y el que estructura la táctica idónea durante la carrera, pues todos los adelantamientos se hacen en los talleres a la hora de cambiar los neumáticos. Ayer, en Abu Dabi, a Alonso le fue imposible superar a nadie.