Hace 25 años empezó el pontificado de Juan Pablo II al frente de la Iglesia católica. La elección de un Papa joven, venido de la Polonia comunista y que saludó al mundo proclamando un impresionante "no tengáis miedo", hacía prever un mandato sorprendente y vigoroso. Un cuarto de siglo después, el balance es complejo. Juan Pablo II ha sido omnipresente --con sus maratonianos viajes, su uso de los medios de comunicación y la inédita concentración en su persona de la autoridad, el mensaje y la imagen de la Iglesia--, en perjuicio de la autonomía de los obispos, la reflexión de los teólogos y la participación de los laicos. Han sorprendido las contradicciones entre el rigorismo moral del Papa y su progresismo social, aunque si algo caracteriza a Karol Wojtyla es su coherencia en el rechazo de la modernidad. Juan Pablo II hizo una aportación crucial para la derrota del totalitarismo comunista. Pero su voz sigue clamando con poco éxito --mientras su vigor se agota-- contra la globalización liberal imparable y las guerras que no cesan. Y, sobre todo, contra la libertad de conciencia de unos fieles que se alejan en masa de la moral oficial y de la jerarquizada institución eclesial. Una gran tarea para su sucesor.