Aprincipios de siglo, cuando Aznar contaba con una aplastante mayoría absoluta, se dispuso a luchar contra las tensiones separatistas usando todas las armas a su alcance. Anticipó la llegada (y su fin de camino) del ‘Plan Ibarretxe’ al Congreso y aprobó la llamada ley de partidos políticos. Para evidenciar la necesidad de una norma que podría servir para ilegalizar partidos, la propia ley hablaba de los partidos políticos como parte de la «arquitectura constitucional». Quiero creer que lo que otorgaba a los dos grandes partidos (qué difícil es no ver al futuro como una variada continuidad del presente) era la condición de pilares de nuestro sistema. No, desde luego, como los dueños del edificio entero.

Pero justo así se han comportado. Hay un lugar común, tan repetido que se compra como verdad inmutable, que dice que es una lástima que este país tenga estos representantes. Que la clase política no nos representa. Está bien como descargo de responsabilidad de los votantes, como una forma relativamente sencilla y limpia de echar las culpas a otro. Tan español, ¿verdad? Tanto, al menos, como nuestra clase política.

Si hay alguien a quien le sorprenda la sentencia de los ERE (quitando las «honrosísimas» excepciones del presidente Sánchez y Pepe Bono), es que estaba en otro mundo. Al menos, en otro país. Porque repite un modus operandi mil veces visto. En el caso Bankia, en la red Gürtel, en Filesa. En el caso Noos. Y aquí, más a mano, en Plasencia o en la Feval.

En un país dónde la red de contactos es el canal por el que se obtienen más del 50% de los empleos, los que se rasgan las vestiduras porque sigamos tirando de la vía personal pertenecen a dos categorías: los fariseos o los carentes de contactos que hayan sido útiles. De ahí nacen muchas justificaciones. Nos parece bien las añagazas y los trucos de pícaro, especialmente si nos favorecen a nosotros mismos o a los nuestros. Y en este último grupo, cabe mucha gente. Lazarillo estaría orgulloso.

Porque el reverso de este particular rasgo, tan patrio también, es el «y tú más». Casi todos los análisis que he leído estos días sobre la sentencia que condena al socialismo andaluz se dedican a trazar comparativas entres los grandes casos de corrupción del PSOE y PP. Como si de verdad hubiera enormes diferencias entre el entramado clientelar montado en Andalucía o la red de favores del Madrid de González y compañía. Entiendo y disfruto del debate de matices, de los gráficos del desfalco al Estado, de los tipos delictivos aplicables. O si es más reprobable robárselo a los pobres para dárselo a (algunos) pobres, o si es mejor cazar coimas de ricos para ponerlo en manos de (algunos) ricos. Y tú más.

La verdadera descomposición es hacer distinciones en el reproche moral según los colores del condenado. Nos convierten en cómplices concederles cierta inmunidad negando la importancia de sistemas de corrupción generalizada. Valía acercarse a Andalucía para saber la telúrica tela de araña familar-mafiosa que existía y sobre la que se extendía una ominosa e interesada ley del silencio.

Es demasiado ingenuo pensar que toda esta corrupción sistematizada es inocua. Que no afecta al funcionamiento económico del país. Que no ha permeado en el sistema, protagonizando en muchas ocasiones los bandazos legislativos o los órganos de gobierno del poder judicial, invadiendo la separación de poderes y laminando la labor de jueces valientes que velan por la salud de nuestra democracia desde sus escasos medios.

Me llama la atención que hayamos saludado de forma generalizada la tendencia a la insignificancia de dos partidos como Ciudadanos y UPyD. Porque ambos compartían dos características: buscaban el centro político y lucharon contra la corrupción y contra blanquear gobiernos corrompidos (de hecho, a Ciudadanos les ha pesado las ocasiones en las que han transigido).

Si se obvian las ansias de regeneración con las que muchos han llegado a la arena política es porque no dan (o incluso, restan) votos. Los sistemas de controles (‘check and balances’ anglosajones) son los verdaderos artífices de una democracia sana. No cuestiones ideologizadas o supuestas alarmas sociales que, curiosamente, suelen estar impulsadas por los mismos.

Pero, visto lo visto, preferimos el ruido y la furia. Y sí, tranquilos. Y yo, más.

*Abogado. Especialista en finanzas.