En psicología existe una amplia producción analítica respecto al proceso de la despedida. No es casual. A los seres humanos nos cuesta decir adiós. Las despedidas son procesos complejos que tienen asociadas la idea de pérdida y la necesidad de un duelo que nunca sabemos del todo cuánto durará ni cómo saldremos de él. La psicología, mediante sus detallados estudios, es capaz de enseñar a despedirnos bien, de hacernos entender los adioses como bienvenidas a nuevas y probablemente buenas cosas y, en fin, de mostrar que la vida no es sino una sucesión inevitable de finales y principios. Las despedidas hay que llorarlas para renacer fortalecido.

Desconozco si la sociología o la psicología social han realizado estudios de semejante profundidad al respecto, es decir, sobre las sinergias emocionales que se producen en las despedidas colectivas. Los grandes traumas (atentados terroristas masivos, catástrofes naturales, guerras, etc., etc.) entiendo que pueden aportar valiosa y abundante información al respecto. También las crisis globales, como la que estamos atravesando -no olvidemos que es un acontecimiento singular e histórico, que no se producía desde 1929, hace casi un siglo-, deben provocar, necesariamente, convergencias y distorsiones emocionales colectivas que, sin duda, influyen de forma determinante en la evolución de los acontecimientos. La misma economía, ciencia aparentemente fría y matemática, reconoce en múltiples estudios la influencia de las emociones individuales y agregadas como factor insoslayable.

Los finales de año, como todos los puntos marcados en el calendario, son siempre un buen momento para que realicemos balance de aquello que queremos despedir y lo que nos gustaría abrazar en bienvenida. Pero quizá no estamos acostumbrados a hacer lo mismo colectivamente, ni existen tantos mecanismos para que pensemos en todas aquellas cosas que nos gustaría transformar en nuestra sociedad, de la mano de nuestros conciudadanos. Habría que hacerlo. Porque solo despidiéndose, y algunas despedidas solo pueden ser colectivas, podemos provocar las emociones necesarias para estar abiertos a etapas verdaderamente nuevas. El año 2013, cuando se cumplen cinco ya de esta novedosa crisis sistémica y cuando España parece --solo "parece"-- haber tocado fondo, sería un buen momento para pensar en algunas despedidas.

XLA GRANx despedida, que quizá incluya todas las demás, y sin duda dolorosa, es la de la Constitución de 1978. Ha sido un texto importantísimo, de méritos no despreciables para sus creadores, de una oportunidad histórica ampliamente reconocida y de una utilidad poco discutible; es, también, un jalón emocional profundo en la sociedad española, y eso no debemos obviarlo. Pero hay que despedirse de ella. Esa despedida nos permitirá dar a luz a una hermana suya, pero deberá ser una hermana más madura democráticamente, más parecida a las generaciones que hemos ido creciendo con la del 78, más abierta al mundo y más libre en su concepción y desarrollo.

Y ese adiós supondrá, debería suponer, la suma de otros muchos adioses, unos más críticos que otros, algunos más cargados de componente emocional. Quizá deberemos decirle adiós a Juan Carlos I . Para muchos, incluso no monárquicos, es una figura asociada al cariño de quien supuestamente salvó a España de una nueva dictadura, pero para muchos otros es un símbolo de la continuidad sociológica franquista y de costumbres sociales (la sucesión dinástica, por ejemplo) más propias de la Edad Media que del tiempo que vivimos. Sí, deberíamos ir madurando como sociedad para estar preparados respecto a ese adiós.

Las Comunidades Autónomas han sido un elemento importante para sacar a España de un centralismo injusto y en el fondo desintegrador, pero también ha sido caldo de cultivo para nuevas corrupciones; además, no han sido capaces de afrontar el reto de los nacionalismos periféricos e incluso han creado nuevos y falaces nacionalismos. Definitivamente, es uno más de esos trajes que se nos han quedado estrechos y que no parece que admitan más remiendos. Despedirse de ellas para dar lugar a una nueva y mejor convivencia social y económica parece ya inaplazable.

Pensará el lector que esto es decirle adiós a casi todo lo fundamental que ha regido nuestra convivencia durante casi cuarenta años. Y no es del todo incierto. Pero, ¿no son más traumáticas las despedidas de seres queridos que sabemos no volverán? ¿O de sentimientos importantes para nosotros que desaparecen? A fin de cuentas, esto solo supone una transformación de lo que tenemos en otra cosa que servirá mejor al bien común. Puede parecer traumático, pero en este caso quizá lo traumático sea no despedirse.