No os podéis imaginar la liberación que se siente al romper la tiranía de ese monstruo, ese apéndice de nosotros mismos que nos sigue a todas partes, que se acuesta y se levanta con nosotros y hasta ha suplantado al sufrido despertador y a la agenda de papel, todo lo acapara. Pero ¡oh la casualidad! Por una serie de circunstancias rocambolescas, el teléfono móvil naufragó en la taza del wáter. Inmediatamente lo rescaté (el agua estaba limpísima) pero, ante la incapacidad de hacerle el boca a boca, su vida se extinguió. Todos los intentos por reanimarlo --sacarle la pila, la tarjeta, aplicarle el secador-- fueron en vano. Por un momento volvió tenuemente a la vida para caer en un coma tecnológico.

Cuando compruebas que te has quedado sin el teléfono móvil, bien porque se ha ahogado en el wáter, la piscina, se ha despachurrado, desaparecido o muerto por otras muchas causas, al principio te invade una gran angustia; sobre todo si es puente y las tiendas están cerradas. Es como si una parte de ti hubiera desaparecido con él, te sientes incomunicada, los números de tus amigos que guardabas en su memoria no los tienes memorizados. Piensas que tu trabajo se resiente por culpa del obligado aislamiento. Pero pasados esos primeros momentos que te parecen catastróficos, te resignas, lo aceptas y entonces, no sabes la liberación que se siente al soltar amarras: te consideras libre, libre de ti y de tu tiempo, de su inutilidad, aunque un día antes pensaras que era imprescindible en tu vida.

El progreso nos ha dado satisfacciones pero nos ha hecho pagar un canon de dependencia. Cuando llega el verano suelo prescindir del reloj, otra liberación el no estar pendiente de la hora ni del día, es una gozada no depender del tiempo, lo mismo que ocurre cuando te despojas de la ropa en casa o en la piscina y sientes esa sensación de libertad sin la opresión de la lencería, todo por culpa de la vergüenza de Adán y Eva.

Se encentra uno a gusto y libre soltando lastre porque, en realidad, en la vida casi nada es importante.