No voy a revelarles el lugar aunque me gustaría hacerlo, pero no quiero poner en compromiso a los responsables de aquel edificio público que me lo contaron. Me pasan cosas, pero ésta rozó lo increíble por lo real que era. Y hasta me pareció una paradoja por aquello de que las grandes inversiones hayan quedado al final en casi nada por la falta de dinero, iniciativa y, me parece, voluntad política para mantenerlas si en la caja queda ya poco parné.

Era mediodía e intenté abrir aquella puerta de servicio que separaba la calle del interior del recinto. No podía ser tan torpe como para que, a pesar de empujar, la chapa apenas cediese. Una, dos y tres veces, hasta que a la cuarta bajé la vista y vi unas zapatillas viejas en el suelo, al otro lado de la puerta. Y lo que me pareció la esquina de un colchón. No pude empujar más, aunque me hubiera gustado saber quién o quiénes vivían allí, en las traseras de un inmueble público que unos sintecho habían elegido para vivir. Luego confirmé que allí vivían tres personas, que decidieron un día que aquel espacio era el menos malo para guarecerse de la lluvia, el frío y los calores. Mientras otra vida pasaba por allí sin que los peatones advirtieran nada, pensé que en tiempos difíciles cualquier inversión es buena si resulta de utilidad para el ser humano. Y aquel lo era. La nueva paradoja del uso al que estaba destinado --permítanme que vuelva a ser discreto-- me hacía sorprenderme más si estamos hablando de personas en la calle. No hay sociedad más inútil, creo, que esa que gasta sin saber por qué y para qué, sin que las necesidades más básicas estén cubiertas. Y, deduzco, un ínfimo porcentaje de lo invertido en aquel edificio hubiera servido para sacar de la miseria a quienes vivían hacinados allí. Y de unos cuantos miles más. Cuánto dinero perdido.