El ser humano llega a la edad de ser progenitor y ve la infancia y la ancianidad desde distancias demasiado lejanas. Cuando somos padres apenas recordamos cuando éramos hijos y no pensamos que algún día seremos abuelos. Cuando somos padres estamos en una edad fuerte, los niños son muy vulnerables debido a su inocencia y a su falta de circunspección, y los ancianos son débiles a causa de su falta de salud. Cuando somos padres utilizamos el pronombre personal en tercera persona --como hago yo ahora sin poder evitarlo-- cada vez que hablamos de niños y de ancianos. De hecho hay algunos adultos que no aceptan la cercanía de los niños, y otros a los que horroriza sicopáticamente la proximidad de su ancianidad.

Cuando somos padres nos invade con frecuencia la nostalgia y pensamos que cualquier tiempo pasado fue mejor, como escribió Jorge Manrique . Pero aún así, no daríamos nada por volver atrás, porque nuestro instinto nos empuja inexorablemente a seguir hacia el futuro, quizá debido a que, con mentalidad de adultos y de padres, vemos en la infancia de nuestros hijos un tiempo insulso; y demasiado compulsivo en su juventud.

Tampoco queremos que el futuro se presente sin avisar, aunque por otro lado arreamos al tiempo porque cada día hacemos planes para la posteridad. Siempre pensamos en un suceso por venir: la boda de un hijo, el nacimiento de un nieto, la licenciatura de una hija, el pago de la última mensualidad de la hipoteca, y ¿por qué no?, la jubilación.

La vejez es la más dura de las dictaduras, canta Alberto Cortés , aunque hay quien intenta someterla a base de cremas antiarrugas, bisturí o paseos interminables. Pero lo único que se puede hacer es ablandar su tiranía. La edad es un cúmulo de años que nos van recordando quiénes somos, dónde estamos y hacia dónde vamos. Quizá nuestro único antídoto contra su mensaje persistente es no pensar en ella. Pero eso es casi imposible.