Fue en el semáforo de la estación. Me detuve en ámbar, y a mi izquierda llegó otro coche. Llevaba las ventanillas cerradas, y aún así se oía la música. Pero sobre todo se la veía a ella. Aunque no quería mirarla, sus gestos, desmedidos, se asomaban al rabillo de mi ojo. Extendía los brazos, abriendo las palmas, movía la cabeza hacia atrás, exageradamente, como si una Rafaela Carrá quisiera desmelenarse. «Se acabó. Porque yo me lo propuse y sufrí. Como nadie había sufrido y mi piel. Se quedó vacía y sola. Desahuciada en el olvido». Sin darme cuenta empecé a canturrear. Y queriendo compartir la energía del despegue, de quien se reinventa, le sonreí, cómplice. Hasta que vi su rímel corrido, su barbilla arrugada, sus uñas clavadas en el volante. Creo que abrí la boca y la cerré enseguida sin nada que decir. Se dio cuenta y me miró también. Restregándose la cara, los ojos de un manotazo. Con más desgarro que vergüenza. Fue un segundo, sosteniéndonos, reconociéndonos sin habernos visto nunca antes. Parecía que pedía, un no sé qué. Y yo le di, sin pensar, palabras, un absurdo, nada. Bajé la ventanilla. Ella no. Vocalicé como si estuviera hablando a una niña o a un extranjero. Ánimo, le dije. Todo pasa. Y parpadeó. Asintiendo, se sorbió los mocos, se apartó el pelo. Sonó un claxon. Y aceleró. Justo cuando le invitaba a aparcar más adelante, a un café. La vi alejarse, rápido, dando un volantazo para girar hacia el centro. Olvidé la mitad de la lista de la compra, pero no conseguí quitarme de la cabeza la chica del vestido blanco. Me tomé el café sola en un velador de un parque. Por el gusto de chasquear su negrura, de apartar el amargor. De sentir el aire fresco y los cinamomos perfumando los restos de la tarde y el principio de esta columna. Irreconocible tras la mascarilla, una amiga paseaba su perro. Se sentó, parloteando, hasta parar en seco. Sin una lágrima, desgajó su relación como si fuera un forense: El cáncer de quererse en direcciones opuestas, la sepsis de la rutina, el dolor como rutina, las noches sin rozarse, los días con ruido, con solo las noticias de fondo, las discusiones de fondo, la soledad resonando como un eco, desde el fondo, del confinamiento. Se marchó con un «Ya ves, el virus ha acabado con nosotros». En la radio suena «Déjame, ya no tiene sentido, es mejor que sigas tu camino, que yo el mío seguiré...». En la carretera la gente pasea, conveniente, oficialmente, separada. Un viento gris eriza la piel y desperdiga más aún la basura del suelo.