WCwalifornia ejecutó ayer a un hombre de 76 años, ciego, sordo, diabético y en silla de ruedas desde que sufrió un infarto, que llevaba 23 años en el corredor de la muerte, ya que el gobernador, Arnold Schwarzenegger , se negó a suspender la condena. Ni en casos tan crueles y grotescos como éste consiguen los detractores de la pena capital en EEUU hacerse oír. Han logrado algún avance excepcional, como frenar la ejecución de menores, pero parece lejano el día en que una mayoría social rechace por principio este castigo degradante. El reo, Clarence Ray Allen , un indio choctaw, fue condenado por matar u ordenar la muerte de cuatro personas. Incluso los mismos tribunales de apelación han reconocido que no gozó de una defensa en condiciones, algo que suele suceder con demasiada frecuencia cuando los acusados son pobres y pertenecen a alguna minoría étnica. Este sesgo es más que suficiente para, por lo menos, justificar las propuestas de moratoria de los centenares de ejecuciones pendientes, en espera de que la sociedad estadounidense asuma que la pena de muerte es siempre inhumana, inútil, arbitraria. Y, en definitiva, la expresión de una cultura violenta, más que una solución a la violencia.