Licenciado en Filología

La propaganda de todo Gobierno se basa en la repetición y la supresión: repiten las consignas que desean que sean aceptadas como verdades y suprimen los hechos que desea que sean ignorados. Ningún ejemplo mejor que el desastre del Prestige: con repetir que no ocurría nada, se pretendió suprimir la catástrofe.

Eso produjo inseguridad: si un siniestro tan evidente se pretende ocultar, ¿de qué podemos estar seguros?, ¿quién garantiza la veracidad de la información? Dicen que ésta se sustenta en una prensa libre y en la posibilidad de que todos los ciudadanos podamos leer y oír distintas informaciones, pero este argumento se debilita al saber que la mayoría de medios está en manos de un Gobierno con métodos como el descrito. Los que no están en su mano obligaron a dar marcha atrás, pero ya la afrenta había sido consumada: la intentona de la manipulación se había convertido en la maniobra de cualquier dictadura o en la funesta práctica de cualquier fascismo real, desde el punto de vista antropológico: engañar al pueblo. Por otro lado, ¿hasta dónde llega la ética de un periodista sobre la verdad y la palabra? Porque esto ha sido también un atentado contra la palabra: si se pierde ésta, aquélla no existe y es el lenguaje libre el que hace posible la sociedad libre, el que identifica la sociedad sometida, y el que genera la sociedad solidaria.

El disparatado funcionamiento informativo de los medios de comunicación sometidos a la versión oficial, mil veces repetida por cuanto medio de divulgación estaba al alcance gubernamental, pretendía imponer la falsedad de la verdad, y el exterminio de la catástrofe y del pueblo alquitranado.

Este es un discurso a la vez mentiroso y violento porque no para en anular la catástrofe sino mata a la vez la crónica de la catástrofe: una farsa que no es nueva y que ya justificó Machado: "un tiempo de mentira..., para que no diera la mano con la herida".