Cuando sentimos envidia por alguien o algo, solemos justificar nuestra caída en tan frecuente pecado capital con el adjetivo «sana», que se lo pegamos a la retaguardia de la «envidia» para que sea menos grave, para justificar, en suma, que nuestro pecado sea menos.

Viendo el debate de investidura de esta semana, tengo que confesar que he pecado, y he pecado de manera absolutamente capital, y he pecado porque he sentido envidia. Sí, he sentido envidia y no precisamente sana. He sentido envidia «cochina» por ver en pleno Congreso de los Diputados cómo unos partidos con una representación de ciudadanos escasa, se hacen dueños de los escaños de la Cámara Baja, y son capaces de «cantarle las cuarenta» al candidato a presidente del Gobierno y a los que ocupan los escaños azules.

He sentido envidia cochina cuando un rufián se permite el lujo de llamar «ladrones» de libertades a los que no comulgan con sus ideas, anteponiendo, cuando le apetece, los temas y problemas catalanes a los de toda la nación representada en el Congreso.

He sentido, y siento envidia cochina, cuando el candidato a presidente, agobiado por carecer de mayoría para ser investido, habla de la «agenda vasca» con Aitor Esteban, y hablan de transferencias de carreteras, y autovías, y trenes, etcétera.

Y sigo pecando cuando unos pocos representantes independentistas alzan su voz desde la tribuna del Gobierno español para, dicen ellos, defender el derecho a tener derechos, sin pensar ni en los catalanes que no piensan igual que ellos, ni en la mayoría de los españoles. Además, se permiten aconsejar a sus señorías a asistir a cursos acelerados de derechos democráticos.

Siento envidia de Ana Oramas, de Coalición Canaria, que con dos diputados únicamente, habla de los problemas de su tierra y aprovecha esos dos escaños que tiene para negociar y conseguir mejoras para las Islas afortunadas.

Siento envidia y muy cochina, por ver cómo cuatro diputados de EH Bildu son representados con voz desde el estrado, y hablan de las cunetas del horror, precisamente ellos.

Siento envidia cuando se habla del País Vasco y Catalán y de sus respectivas «agendas» llenas, mientras que, en absoluto se habla nada de nuestra tierra Extremadura, que ni tiene agenda, ni voz, ni nada...

Siento, en fin, envidia, y nada de sana, por no oír a nuestros diputados extremeños, difuminados en los escaños con los demás, hablar de nuestra tierra porque, al fin y al cabo, su presencia en las listas de los partidos, les convierte en atentos monaguillos de sus jefes a los que obedecen por imperativo de la siempre omnipresente disciplina de partido.