Diputado del PSOE al Congreso por Badajoz

La relación bastarda entre intereses económicos y poder político produce siempre esperpentos, que son, y con razón, motivo de escándalo de los ciudadanos. Es verdad que tanto hoy como ayer, como desgraciadamente mañana, volverán a surgir; porque en el fondo de estos escándalos están los aspectos más oscuros de la condición humana.

Considerar lo excepcional de estas conductas debe ser el gesto de mesura de una sociedad madura, y en ningún modo debe empañar la credibilidad de la política como noble actividad y necesario servicio que a la sociedad se presta y la sociedad demanda.

Pero lo anterior tampoco puede ser óbice para ignorar el daño que se hace y evitar en la medida de lo posible que éste se produzca, lo que sin duda es más fácil decir que de hacer. La corrupción es un delito que debe alcanzar por igual tanto al corrupto como al corruptor. Es más, si hubiera que establecer grados de perversión, aún es mayor el de este último. Y la perversión mayor de todas sería que la corrupción, una vez descubierta, alcanzase sus objetivos. Una sociedad que tolerase tal cosa sería una sociedad enferma, abocada al peor de los futuros.

El episodio de los diputados electos del PSOE madrileño que tanto escándalo está produciendo, escándalo muy justificado por cierto, debiera ser un acicate de la clase política para dar un ejemplo de dignidad. La asunción de culpa por parte de los socialistas pidiendo reiteradamente perdón, les honra. La de negarse los populares a obtener la menor ventaja política, les honraría igualmente. Y nuestra sociedad respiraría tranquila al saber que los principales garantes del estado de derecho estaban a la altura de las circunstancias. Y se equivoca el PP, al menos sus principales dirigentes, al considerar este asunto como una mera cuestión de los socialistas, ya que, en definitiva, de lo que se trata en éste y en cualquier caso es que nadie obtenga beneficio alguno de conductas individuales espúreas.

Esto no está reñido para nada con el control político de las actividades del Gobierno, en función de que éstas atañen a toda la sociedad como tal, y lo que en realidad se debate es el acierto o desacierto de las medidas tomadas. El marco ético político de carácter básico debe estar al margen de las conductas individuales, y éstas sólo deben adquirir relevancia política en función del grado individual de responsabilidad, tanto desde el Gobierno como desde la oposición. Y en el caso que nos ocupa, tremendamente lamentable sin duda, hay que ponerlo en su lugar. El de los diputados electos de una comunidad autónoma, ciertamente muy importante como la de Madrid, tiene la importancia que tiene y no más. Y esto no implica para nada restarle importancia al asunto, pero coloquémoslo es su lugar. No saquemos las cosas de quicio, es decir, no desquiciemos ni desde dentro, ni desde fuera, ni desde enfrente.

Las ofertas políticas de los partidos son colectivas, y son colectivos humanos quienes las desarrollan y las aplican. Es cierto que la confianza en los efectivos humanos es básica, pero ésta no puede ni debe perderse por unos individuos, por importantes que éstos fueren, menos aún cuando carecen de esa importancia.

Resuélvase el incidente, incidente grave, entre todos, porque de todos es, y no lo convirtamos en accidente. La sociedad observará atentamente los diferentes comportamientos y con seguridad que tomará buena nota de ellos. Tenemos asuntos muy graves de estado en que ocuparnos. No nos distraigamos.