Los apuros del primer ministro del Reino Unido, David Cameron, las dimisiones en la cima de la cadena de mando de Scotland Yard, las sospechas generalizadas que atenazan a los dos grandes partidos británicos y el espectáculo de pública contrición ofrecido por Rupert Murdoch y su hijo James ayer en el Parlamento británico constituyen la prueba y el testimonio incontestables de que las artes de un editor sin escrúpulos tienen la potencia de un arma de destrucción masiva.

Es dolorosamente difícil aplicar a Murdoch la presunción de inocencia y creer que efectivamente los ejecutivos más importantes de su compañía actuaron por su cuenta y riesgo en este lamentable asunto de las escuchas. Y por mucho énfasis que pusiera en expresar que ayer había sido "el día más humilde" en la vida de Murdoch, su comparecencia y la de su hijo en la Cámara de los Comunes fueron tan poco convincentes como el sonsonete exculpatorio del editor: dijo sentirse "impresionado, horrorizado y avergonzado".

La reacción de las bolsas, donde las acciones de News Corp caen en picado, abona la poca credibilidad que el mundo de los negocios dio a las disculpas de Murdoch. Es decir que, salvo un gesto de fe ilimitado en el propósito de enmienda de este, es imposible aceptar que el tabloido ´News of the World´ y algún otro medio de su grupo se ha dedicado durante años a intervenir teléfonos, a comprar voluntades y a inmiscuirse en el ascenso o la caída de líderes políticos sin que él supiese nada de lo que estaban haciendo.

De ahí que no sea posible circunscribir este espectáculo tan poco edificante al escándalo empresarial, sino que las ramificaciones van mucho más allá y llegan hasta Downing Street, la sede de la Presidencia del Gobierno. Y esto quiere decir que si Cameron no resulta persuasivo en su comparecencia de hoy en los Comunes, la debilidad de su Gobierno de coalición con los liberal-demócratas quedará agravada por la sospecha de que el primer ministro cultivó una amistad demasiado próxima y, a la vista está, demasiado peligrosa con el magnate Murdoch. Por no decir que fue el gran valedor del ´premier´ conservador, como antes lo fue del laborista Tony Blair, sin que a ninguno de los dos parecieran importarle demasiado los más que oscuros manejos del editor.

Por este camino se llega fácilmente a una conclusión inquietante para la sociedad británica. Y es que este escándalo ha puesto de manifiesto que quizá las instituciones británicas no estaban tan a merced de los elementos desde los días de Edward Heath. Porque seguramente ya nadie es capaz de determinar dónde terminan las alcantarillas de la prensa de trazo grueso y dónde empiezan las del poder político.