No va a ser fácil romper el círculo vicioso que está permitiendo la marcha triunfal del neoliberalismo sobre el siglo XXI. El primer requisito es que toda la ciudadanía que depende de un sueldo para sobrevivir sea consciente de que existe ese círculo vicioso. Consiste en lo siguiente: la masa trabajadora (antes llamada proletariado) no parece demasiado descontenta de ser esclava de sus ocho horas diarias de trabajo para enriquecer exponencialmente a un 1% de la población, y las élites de la izquierda no parecen muy interesadas en que la masa trabajadora despierte.

Es casi tan difícil romper el círculo vicioso como explicarlo en estas pocas líneas. Pero digamos que habremos entendido mucho si entendemos que los esclavos de otros tiempos eran conscientes de serlo y estaban lo suficientemente enfadados por serlo como para obligar a los amos a ceder en algo. Los esclavos contemporáneos, sin embargo, parecemos encantados de serlo con tal de poder disfrutar de un mes de vacaciones al año, y un café y unas cañas de vez en cuando.

Es necesario recordar que el gran logro que supuso la semana laboral de ocho horas, con el que parece que nos hemos conformado, tiene ya más de un siglo. ¿Por qué nadie en la izquierda realiza una propuesta de semana laboral de cuatro días de trabajo y tres de descanso, con un horario continuo que empiece antes? No solo sería vital para la conciliación personal y laboral de muchísimas familias, sino que permitiría ajustar la productividad teórica con la real, el mayor descanso incrementaría el bienestar social, las empresas y las administraciones públicas ganarían en eficiencia y sería un avance extraordinario en la lucha por los derechos de los trabajadores, que somos los que generamos la riqueza de las naciones.

¿Por qué no hay ya encima de la mesa una propuesta desde la izquierda para que las empresas coticen por las máquinas más que por los trabajadores, siempre en relación a los beneficios que obtienen de sustituir trabajadores por máquinas? Esto no solo permitiría una nueva veta de enormes ingresos para los Estados que podrían servir para mejorar ostensiblemente el Estado de bienestar, sino que además introduciría un factor ético imprescindible en las relaciones laborales, dejando claro que las máquinas son valiosas pero que no lo son más que los seres humanos.

Son solo dos ejemplos que nos sirven para preguntarnos por qué el círculo vicioso está cerrado por los dos extremos. ¿Por qué los trabajadores no se rebelan contra el deterioro inaceptable de sus condiciones? ¿Por qué los sindicatos de clase históricos están literalmente desaparecidos ante semejantes circunstancias? ¿Por qué las élites de la izquierda hace décadas que no proponen medidas audaces para mejorar la vida del noventa por ciento de la sociedad?

En el caso de los sindicatos y los partidos de izquierda no caben excusas. Y como no caben excusas, están recibiendo un merecido castigo, en forma de menos afiliación, de menos votos y de decreciente legitimidad social. En el caso de los trabajadores, parece ser que la excusa fundamental es que no se pueden arriesgar las precarias condiciones existentes; pero la excusa es tan mala que para desmontarla basta con pensar lo que arriesgaban las clases populares del siglo XIX: hasta la propia vida.

La realidad es que el capitalismo primero y el perverso neoliberalismo después han alcanzado la cima de su éxito: nos tienen lo suficientemente contentos para que no nos levantemos y lo suficientemente esclavos para seguir enriqueciéndose a manos llenas. Nosotros trabajamos entre 35 y 50 horas semanales para poder pagar las facturas mientras ellos acumulan capital para que diez generaciones de sus descendientes vivan mejor que el zar de Rusia en 1916.

Somos esclavos, pero somos felices. ¿Realmente se puede concebir mayor éxito para los dueños del poder? La desigualdad en el mundo es mayor que nunca y hay más paz social que nunca. Esta es la realidad, y si queremos cambiarla (¿queremos?) cada uno deberá pensar en lo que está dispuesto a arriesgar. La dialéctica del amo y el esclavo de Hegel data de 1807, Marx aprendió de ella lo que había que hacer para cambiar el mundo. Parece que se nos ha olvidado todo.