Jorge Luis Borges tenía fijación con el fútbol. Dijo que era un pecado, que debería estar censurado, que era algo estúpido y que los aficionados no tienen personalidad. Y etcétera. No hay duda: el deporte rey no pasaba ante sus ojos (opacos a la luz y a ciertas pasiones populares) de ser algo infame para pelotudos.

En el otro lado nos encontramos al Albert Camus, Premio Nobel de Literatura en 1957, quien afirmaba que todo lo que sabía sobre moral y sobre las obligaciones de los hombres lo había aprendido en el fútbol. Y añadió (incluso después de la concesión de Nobel) que si volviera a nacer, preferiría ser futbolista a escritor.

Así que si los extraterrestres amigos de J.J. Benítez o Sixto Paz decidieran visitar de una vez por todas nuestro farragoso planeta, deberíamos poner a prueba su alta inteligencia explicándoles que el fútbol es un deporte para tontos (según Borges) o una escuela de vida donde aprenderlo todo acerca del ser humano (según Camus). ¿A quién creerían?

Estas dos maneras tan opuestas de apreciar el fútbol son habituales en el círculo literario. Entre los escritores, la postura borgiana (para mí la más divertida por cuanto tiene de ridícula) es mayoritaria, o eso creo. Muchos opinan que el fútbol es el opio del pueblo y que los que acudimos a las canchas de fútbol o vemos los partidos en la televisión somos poco menos que idólatras tras el becerro de oro. Pero en ningún momento sube (o baja) tanto el debate como cuando nos acusan a los futboleros de ignorantes que nunca hemos leído un libro, como si cultivar una afición intelectual fuera incompatible con satisfacer otro tipo de inquietudes más sanguíneas.

A estas alturas, cuando las opiniones están tan polarizadas, ignoro si tiene sentido recordar que no hay nada malo en compaginar la pasión por la lectura con la pasión por el fútbol, que será un pecado, sí, pero solo cuando pierde tu equipo.

* Escritor