La trampa de las estadísticas —ya saben: hay verdades, mentiras y estadísticas— nos pueden hacer ver realidades que no existen. Casi siempre son más importantes las percepciones cualitativas que las cuantitativas. No en vano, el origen de la política es algo muy imperfecto, volátil y, en parte, misterioso: seres humanos.

Atendiendo a la matemática, el PSOE ha obtenido una rotunda victoria en votos (un 45% más que el segundo) y en escaños (un 46% más); aunque está lejos de la mayoría absoluta, tiene varias opciones para lograr la investidura y llegar a acuerdos con otros partidos. La derecha, por su parte, ha quedado dramáticamente dividida en tres bajos porcentajes (16,7%, 15,9% y 10,3%), habiendo sufrido su partido de referencia la mayor debacle desde 1977.

Con estos números, la euforia, casi a modo de fiesta permanente, debería reinar en la izquierda en general y en Ferraz en particular. Por contra, la alegría contenida y la calma chicha que se han instalado tras el 28-A conforman un clima emocional que dice mucho más de la realidad política que las estadísticas.

Esa realidad que opera como freno emocional tiene tres orígenes: la convocatoria electoral del 26-M, las consecuencias cualitativas de sumar los votos de toda la izquierda y toda la derecha, y la todavía incierta batalla entre la nueva y la vieja política. Estos tres ejes de análisis obligan a reconocer que, a pesar de la contundencia de los resultados del 28-A, las espadas están en todo lo alto.

Como ya adelanté que ocurriría en el artículo de la semana pasada, todo ha quedado paralizado hasta el 26-M, que se ha convertido en una segunda vuelta. La razón es sencilla: nadie va a empezar a negociar pudiendo ganar poder negociador tras las elecciones autonómicas, municipales y europeas. Podemos criticar esta vertiente irritantemente táctica de la política, pero la lógica racional es aplastante.

El precio de la investidura aumentará mucho si el reparto del poder territorial es desfavorable al partido ganador en las generales; además, parece probable que para conformar gobiernos autonómicos, el PSOE dependa de Ciudadanos, el partido con el que no quiere pactar en Moncloa. Así las cosas, deberá elegir entre ceder a una negociación global con Rivera que incluya el Gobierno de España para no perder poder territorial, o asumir la pérdida de algunos territorios en favor del tripartito de derechas, de manera que se produciría una compleja división de poder: el PSOE en el Gobierno central, la derecha en Autonomías importantes y los nacionalistas en sus feudos estratégicos.

La segunda razón para la euforia contenida es que el 28-A ha arrojado una correlación de fuerzas entre la izquierda y la derecha que, en contra de las apariencias, es la sexta peor de la democracia para la izquierda. La mejor fue en 1982, cuando la suma de las izquierdas superó a la de las derechas en 3.396.398 votos y la peor en 2011 cuando se produjo una ventaja para las derechas de 3.100.821. De hecho, la suma de los votos de derechas el 28-A (11.169.796) es la tercera mejor desde 1977, mientras que en el caso de las izquierdas (11.472.359) es solo la sexta mejor. Dicho de otra manera, ha habido una derrota electoral de la derecha, pero no una derrota sociológica. El empate técnico en votos y el crónico empeoramiento de la correlación de fuerzas para la izquierda desde 1982 es un importante factor corrector de la alegría por la victoria.

Finalmente, la tercera razón es el equilibrio entre lo que se ha venido llamando «vieja política» y «nueva política». Los partidos nuevos suman 10.564.428 y los tradicionales 11.836.778. Teniendo en cuenta que hace solo ocho años no había partidos nuevos y los dos clásicos sumaban 19.556.117 votos, es fácil comprender hasta qué punto se encuentran las espadas en alto también en este eje que, además, obliga a recordar que —aunque momentáneamente menos que la derecha— la izquierda también está dividida.

El intangible clima de euforia contenida proviene, pues, de que bajo la apariencia de aplastante victoria, producto de la ley electoral, subyace una razón sociológica que habla del estancamiento de la izquierda respecto a su objetivo último: mayorías sociales amplias para imponer cambios estructurales de verdadero calado.