Las apelaciones a la unidad de España para atemorizar sobre el inevitable cambio sociopolítico resultarían patéticas si no fuera porque ya casi nadie les presta atención. "España se rompe", dicen. Dejen la técnica del avestruz, miren alrededor y verán que ya está rota. España nunca ha sido un país sencillo. No me voy a remontar más allá del siglo XX porque para comprenderlo solo es necesario recordar la Semana Trágica (1909), la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), la convulsa y fallida II República (1931-1936), la Guerra Civil (1936-1939), la dictadura de Franco (1939-1975), el golpe de Estado (1981) o el terrorismo etarra (1961-2011).

Así que quienes dicen que la Constitución de 1978 ha traído uno de los mayores periodos de estabilidad de nuestra historia (1978-2016) no están exentos de razón. Lástima que muchos de quienes lo afirman no sean capaces de ver que esa estabilidad se ha terminado. El principio del fin fue el estallido de la crisis económica en 2008 y el primer síntoma grave fue el 15-M en 2011; los procesos electorales de 2015 han sido la plasmación institucional.

Durante estos años (2008-2016) se han ido acrecentando grandes quiebras que no pueden ya restañarse con retales, y han ido apareciendo otras pequeñas líneas de ruptura que si no se atienden rápido generarán problemas mayores. España ya está rota, el reto es recomponerla.

La primera gran brecha es la territorial que, en el fondo, es una crisis constitucional. En las elecciones generales del pasado 20-D hubo nada menos que un 31,04% de votos (7.797.280) que representaban un cuestionamiento del actual statu quo, bien vía referendos bien vía secesión (Podemos, ERC, DL, PNV, Unidad Popular y EH-Bildu). Si sumáramos al PSOE, que propone una reforma de la Constitución en sentido federal, llegaríamos al 53,05% y 13.327.973 votos, mayoría absoluta.

No estamos, pues, en momento de alertar contra una posible ruptura de la unidad territorial, porque una parte muy importante de la ciudadanía ya la ha roto mentalmente. Y los partidos políticos están obligados a atender esa realidad y buscar un nuevo consenso que sustituya al anterior, ya inexistente.

La segunda gran quiebra, quizá la más importante porque es la que afecta más en el día a día, es la económica. El pasado mes de junio supimos que la crisis ha aumentado un 40% el número de millonarios en España, según el Informe Anual de Riqueza de Capgemini y RBC Wealth Management. En 2014, por ejemplo, el aumento en Europa fue de un 4% y en España de un 10%.

No hace muchos días, el demoledor informe de Oxfam Intermón nos contó que el 1% de la población más rica (466.000 personas) concentra más capital que el 80% más pobre (37 millones de personas). Si nos repitieran este dato cada mañana, la supuesta estabilidad les aseguro que se desvanecería. Si esto no es un país roto, ya me dirán lo que es.

La tercera gran quiebra es la generacional, simbolizada por los nuevos liderazgos políticos. Alberto Garzón (IU, 30 años), Albert Rivera (Ciudadanos, 36), Pablo Iglesias (Podemos, 37) y Pedro Sánchez (PSOE, 43) suponen una transición respecto a Cayo Lara (64), Alfredo Pérez Rubalcaba (64), Rosa Díez (63) o Mariano Rajoy (60), que sin duda dará paso en el PP a una persona mucho más joven.

Este hecho, que se produce en toda la sociedad y que es biológicamente inevitable, no debería suponer una ruptura sino una oportunidad de que las generaciones emergentes aprovecharan la experiencia de las anteriores. Pero España es un país que nunca ha tratado bien a sus mayores, y en el actual escenario de convulsión social se está produciendo una tajante jubilación masiva, que además provoca el atrincheramiento de una buena parte de las personas veteranas en posiciones más conservadoras de lo que en realidad piensan y sienten.

Estas tres grandes brechas abren otra de carácter transversal, que es la que crece entre radicalismos. La enorme desigualdad económica, el malestar territorial y la incomunicación intergeneracional han roto los puentes de diálogo en todos los temas importantes, justo cuando más falta hacen. España se divide ahora entre los que quieren darle una patada al tablero para volver a empezar el juego, y quienes no quieren que se mueva ni una brizna de aire. Los que apelamos al consenso somos cada vez menos y apenas se nos escucha.

No tengo espacio para analizar otras pequeñas brechas que comienzan a agrandarse (hombres/mujeres, inmigrantes/nacionales, por ejemplo) y que son también muy preocupantes. Creo que todo lo aquí expuesto pone de manifiesto que lo irresponsable hoy no es poner encima de la mesa soluciones audaces para intentar suturar las grietas, sino negar que estas existen y apelar al miedo para no cambiar nada. Ahora más que nunca se hace verdad el aforismo: lo arriesgado es no arriesgar.