El dramaturgo irlandés Samuel Beckett escribió en 1940 una de las cumbres del teatro del absurdo, ‘Esperando a Godot’, en la que dos personajes apostados junto a un árbol en un camino se supone que esperan infructuosamente a un tal Godot, del que nada se sabe, que nunca aparece y que sumirá a los dos protagonistas en un drama existencial.

Vladimir y Estragón, que así se llaman, son dos vagabundos que no se sabe de dónde vienen ni a dónde van, con ropas que no se ajustan a sus tallas. Su lastre emocional parece hablar a las claras de duras y viejas batallas a las que sobrevivieron pero que les han dejado en una difícil situación para interpretar la realidad en la que viven.

Los diálogos bizantinos y el relato sin sentido que ambos mantienen es en ocasiones interrumpido por Pozzo, un hombre cruel y autoritario que dice ser el dueño de la tierra que pisan, tratándoles con el mayor de los desprecios. Pozzo tira de la cuerda de su criado Lucky, que es más bien un servil esclavo que baila literalmente al son que marca su amo.

También aparece inesperadamente un muchacho que asegura conocer a Godot y que, al ser preguntado por su visita, responde: «Hoy no, mañana». El relato del joven anuncia a un Godot desconsiderado y quizá cruel, lo que hace aún más incomprensible que todo lo que hagan en la vida Vladimir y Estragón sea esperar pasivamente su llegada.

La obra está estructurada en dos actos, uno con mayor tendencia trágica y el otro con mayor tendencia cómica. Esta construcción recuerda a uno de los libros magistrales de Karl Marx, ‘El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte’ donde, parafraseando a Hegel, el ideólogo de la izquierda contemporánea escribió: «(...) todos los hechos y personajes de la historia universal acontecen, por así decirlo, dos veces. Olvidó añadir que, una vez, como [gran] tragedia, y la otra, como [lamentable] farsa».

Es de esperar que la cordura se imponga durante los escasos días que quedan de aquí a la investidura del 22 de julio, para que estos meses no se conviertan en la farsa que repita el drama —sería exagerado llamarlo «tragedia»— de 2016, cuando Rajoy no era investido y estuvimos a punto de llegar a unas terceras elecciones. De momento, ciertamente, la izquierda española parece instalada entre los diálogos de ‘Esperando a Godot’.

La derecha —¿Pozzo es Pablo Casado y Lucky, su fiel siervo, es Santiago Abascal?— no espera: la derecha actúa. Prepara pactos que saldrán más temprano que tarde para que, como en Andalucía, gobiernen PP, Ciudadanos y VOX, y no pasarán muchos años para que veamos que de tres partidos quedan dos y, quién sabe, si se dan las circunstancias, si solo uno (al menos electoralmente).

En el primer acto (2015-2016), ocurrió a modo de drama lo que parece que está a punto de ocurrir a modo de farsa. Entonces, un acuerdo de Pedro Sánchez con Albert Rivera —Rivera, el muchacho del «hoy no, mañana»— y la negativa de Pablo Iglesias a facilitar una investidura de Sánchez, dieron el Gobierno a un débil Rajoy, hicieron perder votos a Podemos, sumieron al PSOE en la mayor crisis de su historia desde 1974 y abocaron al país a tres años de gobierno de un partido podrido por la corrupción.

En 2019 podría parecer que el PSOE y Podemos siguen esperando algo que nunca llegará, pero esta vez la ciudadanía, aunque enfadada, se lo terminará tomando a broma si llega a haber nuevas elecciones. Podría parecer que en Podemos se sigue aspirando a una estrategia de desgaste del PSOE, fracasada en 2016, y podría pensarse que en el PSOE se sigue soñando con tiempos pasados de mayorías sobradas y poderes absolutos.

Godot no va a llegar porque no existe. Vladimir y Estragón deberían dejar de esperar, alejarse del árbol al que se arriman, salir del camino a media tarde donde les metió Samuel Beckett y asumir que hay que cambiar los esquemas mentales para ser útiles a la nueva España que nació el 15 de mayo de 2011.

Si no ocurre eso, y en 2019 acabamos viviendo como farsa lo que en 2016 vivimos como drama, a quien habrá que esperar es a un Diderot, algún ilustrado que con su sabiduría nos ayude a salir de una vez por todas de este teatro existencialista del absurdo, al que los partidos de la izquierda parecen querer abonarse al margen de los anhelos de sus votantes.