XLxa mayoría de las veces los nombres, los términos, no significan nada de pura distorsión en su significado primitivo o primigenio. La esperanza --una de las virtudes teologales-- ha llegado hasta nosotros como un décimo de lotería, o que cualquiera de tus hijos se convierta en la doble de la joven cantante Melody, becario/a de Operación triunfo , o incluso tenga la suerte de haber echado algunos quiquis con un famoso/a, y, de paso, hacer un rulo de programas televisivos.

Sin embargo, del diccionario de mi Julio Casares --¡qué haría yo sin mi Julito !--, la esperanza es el estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos.

Así, un suponer de esperanza fue la quimera del Deportivo de la Coruña, que aunque posible, dejó el deseo en una copa de Oporto.

La esperanza es un sueño de Dios, que en su subidón teologal, nos esperanzó de que nos daría lo que un día nos prometió. Habrá que tener fe y esperanza en el testamento, sea cuando fuere.

Sin embargo, sin esperanza no hay vida, y si la hay, es una vida nada esperanzadora. Supongo que esta virtud teologal es uno de los pretextos a los que nos aferramos para maquillar, con un poco de sol, este valle de lágrimas.

En las grandes tragedias griegas no había esperanza, porque los destinos de los hombres y de las mujeres estaban ya escritos por el trazo cruel de los dioses. Calderón, en su Vida es sueño sacó de la voluntad divina a Segismundo y le dio el libre albedrío de elegir entre condena y salvación, con lo cual otorgó al personaje de esperanza.

Hoy somos todos los que nos aferramos a ella, como el clavo a la madera. Es un mirar más allá, la última razón por la que hay que seguir.

El parado la imagina como una temprana mañana donde dirigir sus pasos. El enamorado/a, como el mal sueño donde, cuervos negros y voraces, carroñearon a simple vista un final, pero que todavía tienen un viso de esperanza. El enfermo, la cura milagrosa que sólo ella puede traer.

Nadie ha hablado mejor que por boca de nuestro refranero y de nuestro acervo popular. "Mientras hay vida hay esperanza". Y yo la tengo --como todos--, para que los gafe de tanta existencia diaria me pongan las pilas de un futuro mejor. Esperanzado en todo, porque si no, ya me contarán.

El deseo se va, o lo hago ir yo, como la madre de Dani Pedrosa, con la esperanza en el Cola-Cao, que se hizo campeón del mundo de motociclismo.

Y así, la esperanza de la televisión autonómica extremeña, para vernos como deseamos. La del sida, para que nadie pierda la esperanza de una muerte, sin necesidad de matarlos en vida, que pecaminosos y promiscuos. La de los moros, que no todos llevan una bomba de Alá.

Después están las pequeñas, ésas que sólo pertenecen al ámbito privado, al día a día: la de un novio/a, la de un viaje a Cancún. Si no fueran por estos deseos, la vida sería una condena probada.

¿Las mías? Como las de ustedes: premios, agasajos y una libreta en el banco para darle un cólico --nefrítico o no-- a mi vecina. Pero eso no son esperanzas, sino vanidades --que ojalá llegaran--.

Con el tiempo, uno tiene la esperanza, fatua e imposible, de conservar a los suyos. De poder levantarte por la mañana y, con esperanza, sacar el día a día. De acostarte, ya de noche, y poder mirar a la noche.

Al fin y al cabo, la esperanza de vivir, sin más sobresaltos que los que trae la existencia. Eso sí, con la esperanza puesta en el mañana. ¡Cha, cha, cha!

*Autor teatral