No es fácil medir la felicidad. Ni siquiera definirla, pues para cada cual proviene de unas prioridades. Pero, parafraseando a Tolstoi ("Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera"), las distintas formas de felicidad son fácilmente comparables, y quizá el acento hay que ponerlo en la manera de evitar una radical infelicidad. Este es el anhelo humano por excelencia, y una de las razones de ser de la política, si no la más importante.

Cuando analizamos en profundidad el alcance de los cambios sociales que se están produciendo, es inevitable llegar a la conclusión de que la causa última del malestar generalizado proviene de la escala de valores dominante. Por eso se dice, con razón, que esta crisis no es ni mucho menos solo económica, ni siquiera solo política, sino que es una crisis moral. No es raro, puesto que moral, política y economía son tres vértices de un mismo triángulo. Observando con atención las manifestaciones culturales más populares de hoy, no es difícil deducir que el primer valor en nuestra escala, desde hace algún tiempo, es el placer. No hablamos de la búsqueda de la felicidad basada en unos determinados principios individuales y colectivos, sino en la consecución de un bienestar exclusivamente individual, caracterizado por dos cosas: que debe ser rápido ("lo quiero ya") e ilimitado ("quiero más"). Así, ese Estado de bienestar que se asoció desde su nacimiento al legítimo y loable anhelo de una mayor felicidad humana, se ha ido convirtiendo en un Estado del goce, de un goce que se pretende instantáneo e infinito.

No estoy escribiendo nada nuevo, pues del hedonismo ya hablaba Demócrito hace unos 2.500 años, y está estudiado como causa participante en el derrumbe de algunas civilizaciones que parecían llamadas a la eternidad. Lo que sí es nuevo, porque nuevas son las circunstancias, es el grado al que hemos llevado ese hedonismo. Si Dios fue el centro de todas las cosas durante muchos siglos en Occidente y la revolución liberal hizo que ese Dios fuera sustituido por la Razón científica, en la actualidad Dios y la Razón han sido desplazados por el Placer. Un placer que, para ser tan rápido e ilimitado como queremos, debe ser ajeno al esfuerzo, al equilibrio o a la paciencia, por citar algunos valores que parecen esenciales.

XEL ASUNTOx es de una profundidad filosófica que no se puede dirimir en tan exiguo espacio, pero no es difícil asociar ese Estado del goce a la obsesión consumista, que a su vez es el objetivo principal del sistema económico neoliberal imperante. El consumo se ha convertido, y esto tiene poca discusión, en la vía fundamental de búsqueda del placer. ¿Cómo sería posible, si no, que en plena recesión económica mundial y con datos objetivos del agotamiento de recursos en todo el planeta, la consigna de las élites siga siendo que consumamos para reactivar la economía? Mirar alrededor con un mínimo de objetividad debería servir para comprobar el estrepitoso fracaso de tal estrategia vital.

No es casual, de hecho, que los utilitaristas Jeremy Bentham (1748-1832) y John Stuart Mill (1806-1873) --constructores del liberalismo económico clásico-- sean dos de los máximos exponentes en la defensa del hedonismo. De hecho, el liberalismo económico ha degenerado en la perniciosa desregulación de los mercados financieros (que está en el origen de la crisis económica mundial), que es perfectamente comparable a la desregulación de la búsqueda del placer por el placer (que está en el origen de la crisis moral globalizada). Son dos caras de la misma moneda. No en vano, el "homo economicus" que definieron los críticos de Stuart Mill es un modelo de ser humano orientado a maximizar permanentemente su satisfacción.

Esta es, creo, la base del punto crítico al que han llegado la derecha y la izquierda. La derecha, porque nos ha conducido, con el éxito universal del capitalismo salvaje, a ese hedonismo: individualismo feroz, competencia a cara de perro, consumismo ilimitado y desregulación de la vida económica que, sencillamente, no se sostienen; su éxito ha tocado techo y a partir de aquí es ya fracaso.

La izquierda, porque no le ha puesto límite: no ha distinguido el Estado de bienestar del actual Estado del goce, no ha logrado que la cooperación tenga más valor social que la competencia, y no ha sabido explicar que nada se consigue sin esfuerzo, que lo gratis nunca es gratis, y que el objetivo de los trabajadores era ser felices con su trabajo, no hacer dinero con el dinero; su éxito tocó techo pronto, y hace tiempo que es ya fracaso. Por eso el pacto entre el capital y el trabajo, que ha funcionado razonablemente durante algunos años, ya no es posible, porque es el pacto entre dos ideologías fracasadas. Y por eso estamos en un tiempo completamente nuevo e incierto en el que lo único arriesgado es no arriesgar.