Me hace gracia escuchar a quienes defienden, con brazos cruzados y cejas arriba, que por fin todo ha vuelto a la normalidad. Se refieren, en concreto, a que tengamos un Gobierno con su presidente al frente y sus ministros alrededor. Y me hace gracia por ese concepto de normalidad, en especial. ¿Qué es normalidad, me pregunto? Y nadie responde. ¿Es acaso la normalidad lo mejor que nos puede pasar? Y sólo oigo silencio.

Quizás la normalidad en España sea que una anciana muera por el incendio provocado por la vela que sustituye a la electricidad que no puede pagar, porque hemos asumido que no hay nada que hacer para evitarlo; porque es normal que haya pobreza (en nuestro país son pobres más de 3,5 millones de personas). Tal vez, la normalidad implique que sólo seamos conscientes de los graves problemas que nos rodean cuando ocurren terribles acontecimientos como este, sin querer profundizar en ellos ni en su solución. Puede que lo normal sea pensar que el mundo acaba donde termina la nariz de uno y que mientras que algo no nos afecte directamente, hemos de seguir tras la zanahoria, con orejeras y mirando al frente.

Hoy vivimos pegados a nuestras pantallas (las nuevas generaciones a las del móvil, las más maduras, en cambio, a las teles) y dejamos que nos atiborren de sucesos indigestos para no sentir el hambre. Mientras, nos retiran la comida, los derechos más importantes que nosotros hemos cultivado en nuestra tierra, con nuestras manos. Pero, ¡claro! Hubo un tiempo en el que vivimos por encima de nuestras posibilidades. Así que agachen aún más la cabeza (y el resto del cuerpo). No, no es caer en el tópico: se avecinan más recortes (unos 5.500 millones de euros, que sepamos) y paradójicamente no ayudarán a recortar la incertidumbre, ni la desigualdad ni la exclusión social. Pero ¡qué poco hablamos de eso! La educación se nos cae a pedazos, la sanidad pierde su garantía de universalidad, desaparecen derechos y culpamos cada vez a más a unos profesionales que, a pesar de todo, siguen al pie del cañón.

PERO, BUENO, por fin tenemos un presidente que nos representa, que pone nombre y apellidos a nuestra estabilidad. ¡Qué descanso esta normalidad! Esa que nos permite adelantar que en los próximos años no se dará importancia ni a leyes de dependencia imposibles ni a memorias históricas, ni a mujeres maltratadas ni a contratos laborales negreros. Esa que nos permite estar seguros de que los más necesitados volverán a sufrir el desprecio de los Presupuestos Generales. Por ejemplo, aquellos utópicos que trabajan en asociaciones para la dependencia, para enfermedades graves, para los marginados o los pobres sin luz y con velas, esos viven más tranquilos al estar al tanto de que seguirán sin ser prioridad. ¡Qué alivio! Conocer con seguridad absoluta que continuarán dependiendo de la limosna o la solidaridad de los rentables, condicionados a su propia habilidad para encontrar apoyos, subvenciones, concursos o crowdfundings.

Pero respiremos hondo y no nos lamentamos demasiado, sólo lo normal. Aunque nos escandalice esta idea, o cualquier otra, tengan por seguro que pronto pasará. Sea cual sea el pensamiento que les aborde, la tragedia que oigan o lean y les haga indignarse, no se preocupen demasiado. Sigan con su vida, mañana todo volverá a la normalidad.

* Periodista