En los países con democracias asentadas, las rebeliones se canalizan por los cauces establecidos. Los trabajadores, a través de los sindicatos; la banca, por medio de sus presiones institucionales y personales; y, parte de la ciudadanía, a través de los partidos políticos. El guión no está mal y funciona correctamente cuando no falla la economía.

¿Qué sucede en circunstancias de regresión económica? La adaptación al retroceso no es buena, pero la irrupción de la miseria suele desembocar en estallidos imprevisibles. Los ministros de interior de la Unión Europea no intuyen, sino que tienen informes sobre sus mesas en los que se contempla el estallido social en las calles. Una gigantesca huelga general, pastoreada por los sindicatos, no pasa de ser una pausa que confirma la normalidad, pero un asalto espontáneo por las calles, donde los móviles e internet puede servir de cauce organizativo-desorganizativo pone los pelos de punta a los responsables de la seguridad, porque puede provocar, desde el clásico y tradicional desorden con sus correspondientes destrozos, hasta otros nuevos, como, por ejemplo, asalto masivo a supermercados e hipermercados, o sea, rapiña, tan espontánea como premeditada.

Y, eso, en lo puntual, pero hay otro aspecto mucho más profundo y, a la larga, más preocupante: el descrédito de los partidos políticos y la búsqueda de soluciones exóticas. La sensación de que los partidos políticos se dedican a defender sus puestos de trabajo lleva a los votantes a la búsqueda de sustituciones que, luego, se vuelven en su contra. Fueron las circunstancias en las que un tal Adolfo Hitler llegó al poder con los votos democráticos, o las que auparon a Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela. Y esa hipótesis es bastante más grave que la de la revuelta anecdótica, aunque no creo que nuestros partidos, encerrados con sus juguetes, reflexionen demasiado sobre ello.