Hay dos tipos de poetas: aquellos que escriben poemas, que luego reúnen en libros, o en antologías, y aquellos que escriben libros de poemas, con una unidad inconfundible, tanto en su tono y estructura, como en la historia que cuentan. Al segundo grupo pertenece Marta López Vilar (Madrid, 1978), de quien Pre-Textos acaba de publicar El Gran Bosque, galardonado con el Premio Internacional de Poesía Margarita Hierro, que concede la Fundación Centro de Poesía José Hierro.

Su anterior libro, el excelente En las aguas de octubre (2016), nos llevaba a un descenso hacia la nostalgia flanqueados por figuras de la mitología grecorromana. Por su parte, El Gran Bosque, compuesto por poemas en prosa, está estructurado en dos partes, «Esto es la noche» y «La ciudad reconstruida» y surge a raíz de la experiencia de la autora, doctora en Filología Española, como profesora de español en Hungría.

La falta de oportunidades laborales ha provocado que, desde hace tiempo, muchos licenciados y doctores españoles emigren al extranjero, a veces de manera definitiva, otras temporal. En el caso de la poesía, con todo, esta experiencia suele ser beneficiosa, pues el contacto con una lengua ajena hace percibir de otra forma la propia, alimentándola de nutrientes desconocidos, lecturas inesperadas lejos del gremio natal. Algunos de los poetas jóvenes españoles más interesantes de la actualidad, como Azahara Palomeque o Benito del Pliego, residen en el extranjero; otros, como Marcos Canteli o Rafael-José Díaz, vivieron fuera unos años en los que alcanzaron una madurez y originalidad imprevisibles antes de la partida.

La primera parte del poemario de Marta López Vilar refleja de modo mítico la relación con el Gran Bosque, la fronda centroeuropea tan distinta al paisaje urbano y mesetario madrileño. La poeta llega allí en una actitud de espera anhelante de algo desconocido, que se va revelando en un lenguaje sin palabras, el del tacto de las cortezas o la respiración diferente, todo en una «letra que no nombra». Poco a poco se describe la fusión con el entorno, con el bosque que se siente como un organismo: «Y había un corazón latiendo en medio de la muerte del Bosque. No sé si era el mío». Hay momentos de desamparo, que recuerdan la hermosa novela El niño que robó el caballo de Atila, de Iván Repila, con su fábula sobre los dos niños que caen en un foso y su lucha durante semanas por la supervivencia. Pero en López Vilar se trata de otra lucha: la agonía por la expresión, por hacerse dueña del «cuerpo herido de mi voz: blanca escritura que asciende y muere. Nombrar y desaparecer». Una expresión que logran solo con su ser los animales, como el «pequeño pájaro» que llega del «lugar donde las flores se pronuncian», o el algo hiperbólico «dios que yacía en la mirada de los ciervos».

La segunda parte se centra en «la Ciudad», que tiene como referente a veces Budapest, otras Debrecen, en el este del país, donde López Vilar ejerció la docencia. Una experiencia no siempre fácil en un país sometido a la autocracia de Viktor Orban, que ante la permisividad de la Unión Europea usa sus ayudas al desarrollo para consolidar un régimen corrupto y xenófobo. Pero al margen y opuesto al discurso de Orban está el de quienes enseñaron a López Vilar a amar su lengua, tan distinta al castellano, como se refleja en el poema «Clase de húngaro», y su historia, marcada por el Holocausto, que recuerdan las placas en las casas de los deportados a Auschwitz. En el hermoso poema «Se acerca el último día» que cierra el libro, se recuerda que todo pasa, pero en cierto modo, todo queda: «También de aquí te marcharás. Pero también todo esto fue tuyo: la desolación primera, la tormenta que nunca terminaba de llegar, el lenguaje amputado».

*Escritor.