En mi niñez hubo siempre dos cosas que me llamaron la atención, porque a pesar de mi insistencia nunca logré entenderlas del todo. Una de ellas era el dogma misterioso de la Santísima Trinidad, el de las tres personas divinas y un solo dios verdadero. La otra fue la por entonces generalizada consideración de que España y los españoles éramos diferentes, y de que Extremadura era desgraciadamente otra cosa. Sin embargo, unas décadas después --no muchas, me agrada reconocerlo-- tengo la impresión de que estoy acercándome a desentrañar esos enigmas, aunque, cierto es, a costa de rebajar a dos las personalidades del Altísimo y de concentrarme sólo en la proclamada singularidad extremeña.

Efectivamente, y en no poca medida gracias a las noticias sobre la operación urbanístico-política para la llegada de El Corte Inglés a la ciudad cacereña, creo estar en condiciones de corroborar que una parte de la peculiaridad extremeña radica en que no se le puede aplicar el inextricable dogma de la Santísima Trinidad, sino el más inteligible de la Santísima Dualidad; entendido este dogma como que Dios e Ibarra se confunden en una misma persona y hacen las veces indistintamente de Padre, Hijo y Espíritu Santo en el alma y la voluntad de los extremeños. Y es que sólo así encuentran explicación muchos acontecimientos y manifestaciones, como aquella famosa, se acuerdan, del consejero (Amigo ) que creía que iba a dimitir pero que todavía no sabía que no iba a dimitir, o esta última que al parecer ya no ocurrirá del concejal socialista que no sabía que acabaría votando a favor del proyecto auspiciado por Saponi sobre El Corte Inglés, con presunto pelotazo urbanístico incluido.

El asunto tiene su importancia teniendo en cuenta que vivimos un momento histórico plagado de recalificaciones sobre el modelo político de la Transición, considerado perfectible por el propio Ibarra cuando critica la preeminencia que el sistema electoral otorga a los partidos nacionalistas. Cómo si no hubiera otras preeminencias que dificultan el disfrute de una saludable vida democrática, que alejan a muchas personas de la política e impulsan a otras a proclamar su condición de ciudadanos como principal reclamo electoral. Ahí es donde reside el problema, en la naturaleza intrínseca y en el tipo de democracia que interesadamente defienden muchos políticos. Porque si Ibarra justifica su actitud por la defensa de la democracia, la pregunta que cabría formular es qué tipo de democracia defiende Rodríguez Ibarra.

XTENGO LAx impresión de que el presidente extremeño concibe la democracia al estilo con el que Luis XIV concebía el Estado en el siglo XVII. "El Estado soy yo", decía el Rey Sol, "la democracia soy yo", podría aseverar Ibarra. Y creo que no le faltaría la razón, porque si no, díganme ustedes, cómo puede tener más valor la palabra dada por el presidente en un tema que no era de su directa incumbencia, que las palabras derramadas ante los ciudadanos por el grupo municipal del PSOE sobre un asunto de su exclusiva competencia; o cómo puede prevalecer la decisión de Ibarra sobre la candidatura del PSOE a la alcaldía cacereña sobre las deliberaciones de los órganos correspondientes de su partido; o cómo se puede descalificar a un tránsfuga que figuró como independiente en una lista electoral de otro partido político, y ofrecer al mismo tiempo el purificador sacrificio de un miembro de su propio partido, que cual servil vasallo ejercitaría sumiso una suerte de transfuguismo coyuntural poniendo en almoneda su conciencia y honor.

Decididamente, a Ibarra le vendría bien la lectura del libro de su correligionario Manuel Veiga , Extremadura, venial partitocracia , donde --eso sí, a toro pasado y sin posibilidad de que le quiten lo bailao -- con un tono reflexivo y ligeramente autocrítico, se describe el carácter oligárquico y monárquico-califal de nuestro peculiar sistema político, o el artículo que en parecido sentido y condición publicó Joaquín Leguina la semana pasada en El País , en el que criticaba la perversión autoritaria ejecutada sobre una Constitución que concede a los partidos un cuasi-monopolio para la actuación en el campo político con la condición harto incumplida de que su estructura y funcionamiento sean democráticos.

Pero a mí, sinceramente, el que me preocupaba, más que Rodríguez Ibarra, era el concejal de su partido desconocedor del designio de la Santísima Dualidad extremeña que le conduciría inexorablemente a votar a favor del proyecto del PP. Como único lenitivo para aliviar su desconsuelo pensé en la singularidad extremeña, y en que podría resultarle preferible y más piadoso acercarse a las carmelitas, en lugar de tener que subir las intrincadas cuestas que conducen al Carmelo.

*Profesor de Historia Contemporánea de la Uex