A veces, me da la sensación de habitar el futuro. Desde Estados Unidos puedo ver fenómenos sociales en estado avanzado o debates que están empezando ahora en España, como si respirase desde el interior de una bola de cristal. Un futuro nada halagüeño en que la mal llamada América lleva la iniciativa sobre todo en cuestiones ligadas a la desigualdad social. Uno de esos fenómenos, a la cola en mi país de origen pero que últimamente ha llenado las redes de adeptos y detractores, es la filantropía, tema candente a raíz de la polémica en torno a Amancio Ortega, magnate de Inditex, y sus donaciones en forma de tecnología médica a la sanidad pública.

Si bien algunos han alabado este gesto considerándolo un signo de modernización del modelo de financiación que lubrica los engranajes de los derechos sociales, o simplemente un síntoma de generosidad personal encomiable desde el punto de vista moral, otros saltaron a la palestra para acusarlo de evasión fiscal y asegurar que la sanidad ha de mantenerse con impuestos. Sea como fuere, y apoyada por estas virtudes que, como visionaria falaz, me he atribuido desde el otro lado del Atlántico, los peligros de la filantropía son más fáciles de analizar cuando se observan de primera mano los efectos deletéreos que causan.

La filantropía rige la vida de una nación donde los derechos sociales han sido estratégicamente reducidos a su versión caricaturesca en las últimas décadas. En Estados Unidos, donde la educación primaria y secundaria se financia con el IBI, no es extraño ir caminando por la calle y encontrarse una protesta protagonizada por aquellos maestros que compran material escolar con el dinero de sus raquíticos salarios.

JUNTO A LAS -siempre insuficientes- muestras de ira, una campaña se pone en pie: donad, padres, vecinos, donad, para adquirir tizas o pagar la calefacción, para que los baños estén limpios y los niños no contraigan infecciones. En el modelo universitario, muy diferente, se ha impuesto una subida de las matrículas hasta precios estratosféricos que ha obligado a los estudiantes a recurrir a préstamos para pagarlas y a esas mismas universidades a buscar caritativos millonarios con cuyo dinero se puedan crear becas.

En este círculo vicioso, el derecho a la educación depende de las contribuciones generosas de unos pocos: ellos determinan a qué alumnos o servicios se destinan esas cantidades, controlan no sólo el porcentaje de la matrícula que cubren, sino también otras decisiones como la construcción de un estadio de fútbol en lugar de una biblioteca.

Por normas relativamente análogas se rige la sanidad, que es privada, dando lugar a fenómenos como la inversión de millones de dólares en investigación de una enfermedad rara -que casualmente padece un familiar del filántropo- en vez de atajar enfermedades más mayoritarias, como la diabetes. En ocasiones, el estado junto al sector privado vuelven la cara directamente a ciertos colectivos desfavorecidos y entonces surgen organizaciones sin ánimo de lucro que intentan, como pueden, poner parches a una iniquidad estructural: me refiero a las ONGs al cargo de proporcionar vivienda de protección oficial a los negros, atención psicológica a los veteranos de guerra, o un traductor a los inmigrantes. Esas ONGs también se arrojan a la búsqueda de donantes y quedan, igualmente, supeditadas a los criterios de éstos en cuanto a la distribución de recursos.

estados unidos no es España y, desde mi bola de cristal, evito siempre transferir las circunstancias de un país a otro -no sería justo, si acaso inexacto y mentalmente perezoso-. Muchos de los que abogan por agradecer a Amancio su llamado altruismo no lo ven como el símbolo del desmantelamiento de los servicios públicos, sino más bien como un complemento adicional a un derecho inalienable. Sin embargo, algo ocurre a nivel psicológico cuando el individuo comienza poco a poco a acostumbrarse a la presencia de estos donativos: deja de exigirle cuentas al estado y gira el cuello en la dirección de los bolsillos más acaudalados, normaliza una riqueza que suele venir de la explotación y la celebra, limita su poder para cuestionar a las instituciones; en definitiva: se vuelve más emprendedor de sí mismo y menos ciudadano. La filantropía destruye así un tejido cívico, político, que es esencial para que podamos seguir llamándonos democracia.