Puesto que entramos en el cuarto año de la crisis, y ya nadie se cree lo de los brotes verdes sería mucho más sencillo e inteligente que, en lugar de atisbar el horizonte para divisar la salida de la crisis, nos instaláramos cómodamente en ella y disfrutemos de sus ventajas, que no son pocas.

Ha sido norma inveterada de los sabios clásicos que es más fácil ser feliz acomodándose a las circunstancias que luchando contra ellas. Los ejemplos abundan. El refrán castellano dice "El que quiere todo a su gusto, nunca le faltan disgustos", y Quevedo versificó así la idea de Epícteto : "Nunca pretendas que suceda todo,/ a tu gusto y tu modo;/ antes conformarás, si se ofrecieren,/ tu gusto a cuantas cosas sucedieren".

Vamos a demostrar que se puede vivir mejor con la crisis que luchando contra ella: Las cosas en sí, no son nunca ni buenas ni malas. Todo depende de la idea que nos hagamos de ellas. Un ejemplo lo prueba: ¿Es bueno un embarazo? Hay mujeres que darían una fortuna por quedarse embarazadas, y hay otras que darían una fortuna por dejar de estarlo. Todo depende de cómo se mire el asunto. Lo mismo puede decirse de la muerte, el cáncer, la lotería o el noviazgo.

Se dirá que nadie piensa que la crisis tenga aspectos positivos. Y sin embargo los tiene. Por primera vez después de décadas de crecimiento desmesurado e insostenible tenemos ante nosotros la posibilidad de acomodarnos en un estilo de vida mucho más humano y placentero.

La crisis ha reducido el consumo de combustibles y con ello nuestra dependencia exterior y la contaminación. Sin la crisis Madrid y Barcelona tendrían atmósferas aún más irrespirables. Gracias a la crisis hay menos empleo, y eso abre las puertas a una sociedad donde se trabaje menos y se viva mejor. Llevamos un siglo de avances tecnológicos impresionantes que no se han traducido en una vida fácil y ociosa. Ahora tenemos la oportunidad de establecer la jornada semanal de tres o cuatro días, así habrá más tiempo para el ocio y las relaciones humanas.

Seamos sinceros: el trabajo no es un derecho, ni un deber. El trabajo es normalmente una maldición que según la Biblia se nos impuso desde que nos echaron del Paraíso Terrenal. La gente no queremos trabajar, lo que queremos es vivir bien. En consecuencia no hace falta trabajo (en realidad sobra) lo que hace falta es repartirlo.

Se dirá que si se reparte el trabajo, también el salario y los recursos han de disminuir. Por supuesto, y eso es también una cosa buena. Gracias a la crisis hemos reducido, el gasto en cosas innecesarias. Pero hay que llegar mucho más allá, nuestro modelo debe ser la sociedad del preconsumo, antes de que se inventara el Corte Inglés, los Híper, y las compras a plazos. Por supuesto que la gran mayoría no necesitamos el coche más que alguna vez para ir al campo o la montaña. En esas contadas ocasiones se alquila o se usa el transporte público.

Como todos somos mortales, nuestros días están contados. El tiempo es un bien muchísimo más preciado que el dinero, y la crisis puede forzarnos a recuperar el tiempo que nos ha robado la absurda economía del crecimiento ilimitado.

China, con un crecimiento económico desbocado del 10% se presenta como el paradigma de una economía perfecta. No lo es. El pueblo chino vive en condiciones infrahumanas, con un daño irreversible al medio ambiente, hacinado en casas como colmenas y con un desgarro brutal en su vida tradicional. Un solo dato produce escalofríos: 58 millones de niños, un tercio del total de los que viven en las provincias rurales del interior, crecen sin sus padres porque estos han emigrado a la costa en busca de empleos y prosperidad económica. La ruptura de la vida familiar que Mao pretendió con escaso éxito mediante la vida en las comunas, ha sido conseguida en el altar del capitalismo. Los niños viven ahora con sus abuelos o en residencias comunales. ¡Otra ironía!

Pero la mayor ventaja de la crisis es que nos presente la oportunidad de modificar radicalmente nuestras costumbres y expectativas. Es hora de disfrutar más de la vida, del tiempo libre y de los vecinos. Es hora de comer en grandes comedores colectivos subvencionados (no por ello sucios ni decrépitos) donde pueden servirse comidas decentes por dos euros al día. Es hora de aficionarse a los bolos, las damas, el ajedrez, las cartas y muchos otros juegos que son gratuitos y favorecen el trato humano. Es hora de organizar, con bajo coste, grandes saraos sociales. No queremos más economía, ¡queremos más felicidad!

Es hora de nacionalizar las cajas (que como no tienen dueño , no precisan indemnización) y expropiar los miles de viviendas vacías para ponerlas en el mercado y hundir el precio de la vivienda a la mitad. ¿Por qué vale un metro cuadrado en Zaragoza o Badajoz el doble que en Viena o Berlín?

Es hora de repartir el poco trabajo que existe e imponer la jornada de tres días a la semana (y medio sueldo) a todos los empleados públicos. Me consta que muchos lo harían encantados, sobre todo los que tienen niños pequeños.

Debemos alejar la vista del viejo modelo desarrollista y saludar la aurora de un mundo nuevo. Esta vez el cambio no viene de la mano de una revolución violenta, sino gracias a una crisis prolongada que nos niega riqueza material, nos niega trabajo y crecimiento, pero abre las puertas para una vida más relajada y feliz.