Hay una sensación agridulce, como de mora cogida a destiempo, en todos los finales de curso. Junio se hace eterno, en las madrugadas insomnes de los estudiantes de un mes que parece hecho para las azoteas.

Ojos cansados, pies que se arrastran, manos que ya no quieren escribir y se levantan con desgana, como si nada fuera ya con ellos. Y es que ya nada va con ellos, ni siquiera nosotros, los profesores, que les hemos acompañado desde hace nueve meses, en un extraño embarazo que concluye ahora.

Lo que no hemos sido capaces de enseñar ya no sirve, y lo que ellos no han querido aprender bulle entre las líneas de un examen que puede o no ser la frontera. Pero ellos ya están por encima, ajenos al rumor como de blog de dibujo que suena en los pasillos que en nada quedarán vacíos.

Sueñan con un verano interminable que les parece repleto de promesas y que acabará por saturarlos, pero eso ni quieren ni pueden saberlo ahora. Es extraña la mezcla de sensaciones, sobre todo porque deberíamos traerla aprendida de serie. Cada año es lo mismo. Los has visto llegar como pajarillos asustados, y estos días los despides convertidos en hombres y mujeres que se comerán el mundo a poco que este les deje.

Escuchas sus planes, contemplas con asombro sus nuevos cortes de pelo, los tintes, las marcas distintivas, la ropa informal que han traído porque justo después de recoger las notas van de cabeza a la piscina, y les dices adiós entre la envidia y el alivio de haber vivido lo que ellos sienten como nuevo.

Hoy empieza el verano, y no puedes evitar la sensación amarga que dejan todas las despedidas, hasta las más anunciadas, como esta. Navegas absorta entre comentarios de siempre: qué rápido ha pasado todo, ya estamos de nuevo en junio… aunque de sobra sabes que detrás laten aún los lunes de noviembre, los domingos de estudio, las noches en vela y el calor de mayo.

Otro año más, otra raya, otra hoja del calendario que sumar a las pasadas. Estás deseando que llegue, y al mismo tiempo te inunda de añoranza esta luz zangolotina de los vestíbulos de los colegios, de los institutos, esta penumbra gozosa, preludio de las vacaciones, que va ganando terreno a los murales, a las cartulinas, a las actas y convocatorias que parecen dirigirse a alguien que ya no somos nosotros.

Acaba el curso, y el eco de los pasillos te habla de la tranquilidad que te espera en cuanto se cierren las puertas, pero a poco que prestes atención, también te advierte de que tú también fuiste uno de ellos, de los afortunados que esperaban este final de mes como una liberación con olor a cloro de piscina y garganta de agua helada.

Han pasado muchos años, y hace mucho que estás al otro lado, te has dejado cosas sin enseñar, y otras tantas sin aprender, te has esforzado, te has venido abajo, has salido furioso o desengañado y otras tantas, has vuelto a creer en el trabajo al que has dedicado tu vida. Por eso late una sensación agridulce, como de mora cogida a destiempo, el contraste entre el deseo de dulzura y la certeza de que siempre existirá un regusto amargo.

Menos mal que ellos no lo saben aún, y arrancarán los frutos más dulces a pesar de los arañazos en los zarzales, y menos mal también que tú lo sabes ya, aunque en días como hoy te permites el lujo de que te importe más bien poco. Feliz verano.

* Profesora