Sería difícil encontrar a alguien que no haya fabulado alguna vez con la extinción del planeta. Llevamos en nuestros genes el instinto de supervivencia, de ahí que el fin de todo sea un pensamiento recurrente.

El cine y la literatura, sabedores de que este tema nos angustia tanto como nos apasiona, nos han ofrecido diversas modalidades de apocalipsis de la mano de los extraterrestres, un meteorito gigante, la sed o la hambruna. Cansados de esperar, otros vieron una oportunidad de oro de pasarlas canuta con el cambio de milenio, y no pocos mandaron construir un búnker, esa edificación subterránea que simboliza nuestra afición por las catástrofes y nuestros deseos --pese a todo-- de salir vivos de ellas. Otros se dejaron llevar de los aztecas y pensaron que el mundo tenía fecha de caducidad: el 21 de diciembre de 2012.

Pero la mala suerte nos acompaña: nada de eso ha ocurrido y aquí seguimos, matando el tiempo entregados al pádel, la crianza de los hijos o a la independencia, que es una versión en miniatura del apocalipsis.

Y ni siquiera nos queda el consuelo del informe de la Nasa según el cual la Vía Láctea se estrellará de frente con Andrómeda. No nos sirve, porque esto ocurrirá dentro de cuatro mil millones de años, algo que algunos no veremos por mucho aguacate, leche de soja o quinoa que nos echemos al estómago.

El mundo sería un asco sin una amenaza que nos provoque una úlcera de estómago. En mi niñez decían los especialistas que el petróleo se agotaría en 25 años... Más de cuatro décadas después tenemos más petróleo que nunca. Ahora dicen que se agota la arena, que escasea a marchas forzadas. La carencia de arena, ay, es el último cartucho para sufrir una debacle que nos asegure una muerte gloriosa en grupo.

Barrunto que al final moriremos en soledad, de viejos, de cansancio o de aburrimiento mientras este obstinado planeta nos sobrevive con su mala salud de hierro.