El proyecto de ley de derechos y garantías en el proceso de la muerte que se dispone a aprobar el Parlamento andaluz reúne los requisitos mínimos para dejar a salvo la voluntad de los enfermos terminales, la seguridad jurídica de los médicos y la tranquilidad de las familias, condenadas a bregar con demasiada frecuencia con la incomprensión y los prejuicios del entorno. La ley no quiere inducir soluciones terapéuticas aventuradas ni imponer a nadie un criterio ético, pero sí persigue anteponer la dignidad a la hora de la muerte a consideraciones emocionales, sin duda respetables, pero que afectan al sufrimiento de los pacientes. E incluirá el riesgo de sanciones para los médicos que no atiendan la última voluntad de sus pacientes o representantes, libre y conscientemente expresada.

La ley próxima a aprobarse no pretende cerrar el debate acerca de la muerte digna, la muerte dulce, los cuidados paliativos aun si estos acortan la vida y otros aspectos que forman parte de las convicciones más íntimas de nuestro universo. Sería absurdo que este fuera su objetivo. Aspira, eso sí, a acabar con la manipulación de los sentimientos y de la praxis médica, como sucedió en el hospital Severo Ochoa de Leganés, y a evitar las situaciones humanamente insostenibles por las que han debido pasar enfermos desahuciados y sin otra esperanza que seguir con vida conectados a una máquina.

La ley, quiere evitar, en suma, que la autonomía de quien camina hacia su final no se vea violentada y que los profesionales de la sanidad la respeten después de un diagnóstico claro y contrastado.